martes, 17 de diciembre de 2013

Hoyos

Hace dos años publiqué, en la exquisita editorial de José Noriega en Valladolid, El Gato Gris, un libro inspirado por el paisaje extremeño, El desierto verde, que un año más tarde tuve la oportunidad de reeditar en la Editora Regional de Extremadura -la que ha sido, y sigue siendo, la mejor editorial institucional de España-, gracias a la generosidad y diligencia de Rosa Lencero y María José Hernández. El prólogo de ese libro -un breve conjunto de quince poemas: uno versal y catorce en prosa- daba cuenta de mis estancias "en una casa vieja de un pueblo viejo, envuelto por un sol que nunca se pone —aunque las oscuridades sean muy espesas— y por personas de las que me siento muy alejado, pero con las que encuentro un extraño placer en rozarme por las calles o hacer cola en el supermercado —una cola laxa, dialogada, como son siempre las colas en los supermercados de los pueblos—. Ese pueblo viejo se llama Hoyos, pero está en alto. En realidad, no hay en ello ninguna contradicción: su nombre viene del latín joius, alegría: la que procuran, en los días de calor, la sombra de sus castaños y palmeras, el frescor del agua que lo atraviesa, el sosiego de sus piedras; la misma alegría que inspira la palabra catalana joia o la inglesa joy, entre muchas otras. Los pueblos, como las personas, se revelan en sus detalles: el resonar de los cascos de las caballerías que aún cruzan sus calles; las flores gordas que tachonan las masas de vegetación apelotonadas en cualquier lugar; los arcos polilobulados de las ventanas de la iglesia, que recuerdan una concha y son indicio inequívoco de la vinculación del lugar con el camino de Santiago; o el propio nombre de la iglesia, Nuestra Señora del Buen Varón, tan contundente como su planta —y tan sutilmente erótico—. Hay aquí menos cigüeñas que en otras localidades de Extremadura —cohibidas, quizá, por su obligatoria convivencia con muchas otras rapaces— y, a veces, el viajero, acostumbrado a su crotorar constante, percibe en el aire un malestar: el de su ausencia. El silencio de Hoyos es un silencio empozado, alto, manchado del azul del cielo y el verde y bronce de los campos, que retumba en los muros como si fuera también un caballo que pasase. A la entrada del pueblo —o a la salida, que eso depende del humor del paseante—, un caño infalible da agua a un abrevadero en el que ya no beben las bestias, pero todavía se refrescan las personas, y un arroyo se convierte en torrente si las lluvias —cada vez más raramente— son propicias en primavera. Más allá, queda el esplendor trunco de un convento, barbado de zarzas, y la delicada sencillez de la ermita, solo perturbada por las avispas, y luego se abren las extensiones abruptas de eucaliptos y olmos, de encinas y álamos, de chopos y canchales. También hay olivares y campos de labor, con perros que ladran como si fueran a devorarte, pero que transforman su ladrido en un husmear sumiso si te atreves a acercarte, y ovejas que se mueven como bandadas, con esa oscilación muscular, regida por una inteligencia inmaterial, de los muchos pájaros en el aire. Abundan los ríos, que acarrean el agua y las piedras, el ruido abrasador de lo azul y la multiplicidad líquida de lo que nunca cambia".
 
El paisaje es ahora invernal. La exuberancia del verano se ha vuelto del revés: los árboles están vaciándose; las avispas no incomodan; las cigüeñas y las flores han desaparecido; y en los campos, cubiertos por una quietud escarchada, no se trabaja. La luminosidad sudorosa de los meses centrales se ha convertido en una claridad punzante, en un cielo como aluminio incorpóreo. Vivir aquí, refugiarse aquí, es como protegerse con un caparazón de aire y de piedra. Aún no hemos salido a pasear por los robledales, pero lo haremos: admiraremos entonces los volúmenes pétreos, pero porosos, de los árboles, con cuyo musgo se entrelazará el canto de los pocos pájaros que aún se atrevan a cantar. El agua sonará con un crepitar distinto, como si fuera una sucesión de láminas transparentes, acariciada por las espinas del frío. Y veremos caer la noche con urgencia, a eso de las seis, como si el mundo no pudiera resistir más esa luz aterida, cuya desnudez lacera. Entonces nos cobijaremos donde el fuego, donde el sueño.

1 comentario:

  1. Hola Eduardo:
    Qué buen resumen de tu bonito libro, verde!
    Sólo falta la gatera y el canto del gallo cabrón!!
    Un Abrazo

    ResponderEliminar