viernes, 27 de noviembre de 2015

El alegre Gay

Como no me apetece cocinar (nunca me apetece cocinar), salgo con Álvaro a comer a un restaurante japonés del barrio, donde los bufés son contundentes, a precios no monstruosamente caros. Justo antes de llegar, hay una charity shop en cuya amplia sección de libros ya he husmeado en otras ocasiones, y que no me resisto a volver a visitar. Mientras Álvaro selecciona películas, yo descubro un par de libros interesantes: una edición moderna de Ariel, de Sylvia Plath, en tapa dura, con un enjundioso aparato crítico y con una reproducción facsímil del manuscrito original; y una edición de las Fábulas de John Gay, publicado por Frederick Warne & Co. en Londres, en 1889. El volumen, "con una introducción biográfica y crítica, y un apéndice bibliográfico", a cargo de W. H. Kearly Wright, miembro de la Real Sociedad de Historia y bibliotecario del ayuntamiento de Plymouth, está espléndidamente conservado y cuenta con las ilustraciones, asimismo espléndidas, de William Harvey: 126 dibujos de una delicadeza y detalle sobresalientes. Lo mejor, si es que hay algo mejor que encontrar un libro como este, es que vale cinco libras. Las pago con gusto y salgo con él, como si hubiera encontrado la aguja en el pajar, y además la aguja tuviera incrustada una esmeralda. Después del sushi y el sashimi, leo el prólogo de Wright e investigo algo sobre Gay. Fue un hombre singular. Su obra más popular son, precisamente, las fábulas, de las que publicó dos series: en 1727 y 1738, ambas recogidas en el volumen que he comprado. Fue, además, el primero en hacerlo en inglés. El XVIII fue, en toda Europa, el siglo de oro de las fábulas. En España contamos, entre otros, con Iriarte y Samaniego, ilustrados adoctrinadores, valga la redundancia, que las utilizaban para moralizar a un pueblo, a sus ojos, devastado por la ignorancia y la necesidad. Sin embargo, estos mismos partidarios de las luces cultivaban también las sombras en literatura, y lo hacían con ahínco y algún escrúpulo, que acallaban utilizando seudónimos o no permitiendo que esa labor subterránea se publicase, sino, en todo caso, que circulara en copias manuscritas, manoseadas hasta la desintegración. Tanto Iriarte como, sobre todo, Samaniego escribieron relatos rijosos y facecias pornográficas, cuya brutalidad, en no pocos casos, prefigura, y aun excede, la del expresionismo y el surrealismo de dos siglos después. No me consta que Gay incurriera en sicalipsis semejante, pero sí que fue un hombre dado al ludibrio y la cuchufleta, con finura, eso sí, como lo hacen todo los ingleses, excepto si son hooligans o Benny Hill. Empezó siendo ayudante de un comerciante de sedas en Londres, pero, "gustando poco del servilismo de esa profesión", como dejó dicho el doctor Johnson, volvió a su ciudad natal, Barnstaple, para continuar con su educación, que corrió a cargo de un tío suyo, ministro de una confesión protestante que discrepaba de la Iglesia de Inglaterra. Se conoce que las enseñanzas de su pariente tampoco sedujeron a Gay (y no me extraña), y el escritor in pectore volvió a la capital británica, decidido esta vez a hacerse un sitio en el mundo literario. Gay utilizó muy pronto el viejo recurso de las dedicatorias halagadoras de los libros a autores admirados, cuya protección se deseaba, para conseguir la de Alexander Pope, uno de los poetas y satíricos más destacados del país. La que estampó en uno de sus primeros libros, Rural Sports [Diversiones rurales], le granjeó la estima del pope Pope, a cuyo estímulo se debe su siguiente libro, The Shepherd's Week [La semana del pastor], un conjunto de seis pastorales con las que parodiaba las pastorales arcádicas de Ambrose Phillips. En realidad, el que estaba resentido con Phillip's no era Gay, sino Pope, a quien aquel disputaba el título de Teócrito de la época. Por qué era deseable escribir las mejores églogas de ninfas y pastores, y por qué se cifraba en eso la gloria literaria, es algo de difícil comprensión hoy, pero que en aquella época no admitía discusión. Gay, pues, desde sus inicios en la literatura, se adhirió a la anchurosa tradición de la sátira, que en Inglaterra llevaba siglos cultivándose. Se unió al Scriblerus Club, una asociación de escritores practicantes de la burla y el cachondeo, encabezados por Alexander Pope y otro gran satírico, Jonathan Swift. Este le ayudó con otro libro, Trivia, or the Art of Walking the Streets of London [El arte de recorrer las calles de Londres], un largo poema en tres libros en el que describe con precisión fotográfica y espíritu reformista el entramado urbano de Londres, y que constituye un extraordinario fresco de tipos y costumbres de la sociedad de su época. Poco después, en 1717, Gay estrena una comedia, Three Hours After Marriage [Tres horas después del matrimonio], que se consideró "groseramente indecente" y que resultó un fracaso. Que aquella obra no estaba destinada al parnaso ya quedó claro la noche del estreno, cuando Gay y Colley Cibber, el actor principal, se liaron a bofetadas, al descubrir este que el papel que había de representar era una sátira de sí mismo. Pope y otro miembro del Scriblerus Club, John Arthbutnot, habían colaborado en su composición, pero, en vista del éxito obtenido, declinaron constar como coautores. La verdad es que me encantaría leerla. Tras este señalado tropezón, en 1720 sufre una adversidad mayor: Gay, cuyo sentido práctico de la vida, como el de tantos otros escritores, no está a la altura de su talento literario, desoyendo a Pope y otros colegas, invierte todo su dinero en la Compañía del Mar del Sur, un monopolio comercial que acaba en desastre y devora sus ahorros. Vive entonces varios años de la ayuda de sus amigos y protectores, sin escribir nada, hasta que en 1727 da a la imprenta la primera entrega de sus fábulas, dedicada, cómo no, a otro mentor promisorio, el duque de Cumberland, de, a la sazón, seis años. Está claro que Gay invertía en un poderoso que pudiera garantizarle su favor durante muchos años, como hoy hacen las editoriales, que no fichan a viejos maleados, sino a autores jóvenes a los que puedan extraer largamente el jugo. Es curioso también que Gay persiguiera toda su vida el auxilio de mentores aristocráticos, cuando muchas de sus obras, y desde luego sus fábulas, criticaban acerbamente las costumbres de la corte y las vanidades de los cortesanos. Pero esas contradicciones forman parte de la vida literaria, y además hay que comer. Un año más tarde, en 1728, estrena la que acaso sea su obra más importante, The Beggar's Opera [La ópera del mendigo], una especie de antiópera italiana, en la que hace una amplia crítica de la sociedad de su tiempo de su hipocresía y su corrupción y se despacha a gusto contra sir Robert Walpole, entonces primer ministro, que se sospechaba había permitido que los responsables del fiasco de la Compañía del Mar del Sur eludieran la acción de la justicia. Gay respiraba por la herida. The Beggar's Opera, producida por el empresario teatral John Rich, tuvo un éxito inmenso y, como alguien dijo con retruécano feliz, "puso alegre [gay] a Rich [rico] e hizo rico a Gay". La obra ha perdurado en la historia de la historia por sus propios valores y también por haber influido en una obra mayor de las letras contemporáneas, La ópera de los tres centavos, de Bertold Brecht. Tuvo una secuela, Polly, en 1729, asimismo de gran éxito, al que contribuyó que fuese prohibida por Walpole, que no deseaba verse ridiculizado de nuevo, pero que, con su censura, consiguió que se divulgase y fuera celebrada mucho más que si la hubiera aceptado con cristiana resignación: un error común a todos los inquisidores. Gay, no obstante, ya no aportaría mucho más a las letras de su país, y moriría en 1732. Está enterrado en la abadía de Westminster. Su epitafio es obra de Pope, pero concluye con un pareado del propio Gay, que mantuvo, como buen inglés, el sentido del humor hasta el final: "La vida es una broma, y todo lo demuestra; / así lo pensaba antes, y así lo sé ahora".


Traduzco la fábula XXXVIII de su primera serie, "El pavo y la hormiga", en la edición mencionada de W. H. Kearley Wright:

Sabemos descubrir defectos en otros hombres
y echar la culpa a la mota que les nubla los ojos,
encontrar cada una de sus manchas e imperfecciones,
pero estamos ciegos ante nuestros propios y más graves

                                                                                        [errores.
     Un pavo, cansado de la comida de siempre,

dejó el corral y se fue al bosque,
seguido por una comitiva de pavitos,
que picoteaban un grano aquí y allá.
"¡No os alejéis, hijos míos¿", les grita la madre;
"Esta colina nos ofrece un delicioso yantar:
mirad esas filas de ajetreadas negras;
hay millones: ¡tantas que oscurecen el lugar!
No tengáis miedo: comed, como yo, con libertad;
la hormiga es un placentero manjar.
Cuán bendita, cuán envidiada sería nuestra vida
si pudiéramos escapar del cuchillo del carnicero.
Pero el hombre, el maldito hombre, se alimenta de pavos
y la navidad acorta nuestros días.
A veces nos combina con ostras
y a veces proporcionamos el sabroso filete.
Desde el campesino llano hasta el señor,
el pavo humea en todas las mesas;
está claro que los hombres se condenan por gula,
el peor de los siete pecados capitales".
     Pero una hormiga, que se había puesto fuera de su

                                                                                  [alcance,
respondió desde un haya vecina:
"Antes de advertir el pecado de otro,
invita a tu conciencia a mirar dentro de ti.
Controla tu pico, más voraz,
y no mates a naciones enteras para desayunar".


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