martes, 17 de noviembre de 2015

Orquesta de desaparecidos

Descubrí a Francisco Javier Irazoki, navarro de Lesaca, con Los hombres intermitentes, publicado en 2006 por Hiperión. Me llamó mucho la atención aquel libro, escrito por un poeta para mí desconocido, porque llevaba a la práctica algo que yo también estaba intentando hacer, aunque de forma inarticulada, casi inconsciente todavía: volcar el verso en la prosa, sin que esta dejara de ser prosa, es más, siendo prosa, sobre todo, pero también, radicalmente, poesía. Ese es, de hecho, uno de mis propósitos más antiguos: que los géneros poético y narrativo se fundan de un modo que supere los cartilaginosos límites del poema en prosa; que se imbriquen con sus músculos respectivos en un solo organismo, pero en el que se puedan reconocer las fibras sin conmixtión de cada uno. Como he dicho, la sorpresa era todavía mayor porque aquel libro era obra de un poeta que no me era familiar, y porque sumaba a la insolencia de haber conseguido, de golpe, lo que yo llevaba años buscando, la de haberlo hecho de forma inmejorable. Irazoki siguió publicando libros en la misma editorial lo que demuestra que quien encuentra un editor que apueste, no solo por un poemario, sino por toda una obra, encuentra un tesoro hasta este Orquesta de desaparecidos, en que reedita y prolonga aquel volumen inicial, o, mejor dicho, iniciático. Pero Irazoki no era un neófito: había formado parte, a finales de los 70, del grupo CLOC, de inspiración surrealista —el nombre, CLOC, era la onomatopeya del "sonido que producen veinte mil garbanzos arrojados desde el octavo piso contra las cabezas de los ignorantes"—, fundado por Fernando Aramburu, otro excelente poeta, y llevaba publicados tres poemarios: Árgoma, en 1980, Cielos segados, en 1992, y Notas del camino, en 2002. Por desgracia, los grandes intervalos entre uno y otro, y su aparición en colecciones vascas y navarras, de escasa difusión en el resto del país, habían dificultado que se le leyera y conociera. Con Orquesta de desaparecidos confirma y radicaliza ahora una trayectoria admirable. El quid de este poemario es la fluidez, la naturalidad, con que su autor logra insertar lo fantástico, es decir, lo poético, en lo real. Y esa realidad es multifacetada: se compone de los recuerdos del poeta, de su ya extensa biografía, y entonces adquiere tintes elegíacos, pero también de la cotidianidad más inmediata, de los conflictos políticos actuales, de lo más cercano y abrasivo. En este abanico de preocupaciones, destacan algunas: la literatura, desde luego, con un dilatado elenco de menciones, desde Baroja al conde de Lautréamont, desde Aramburu hasta Leopoldo María Panero —Orquesta de desaparecidos es también un recorrido por su formación literaria—; la música, tan importante para el poeta, que ha sido crítico musical muchos años; y los conflictos sociales, entre los que destaca un nacionalismo que se condena con misericordia y cuyo malmeter con la lengua es descartado por Irazoki con plausible clarividencia: "quien ama un idioma, ama todos los idiomas". Una fuerte fibra moral, en la que se confunden lo hedonista y lo estoico, recorre Orquesta de desaparecidos: una fibra moral que reprueba el dolor y reclama la piedad, y que sostiene la soberanía de la conciencia individual frente a las imposiciones doctrinales, como ilustra el magnífico "Oración laica": "Sin templo ni dogmas, sin rito ni devociones, he desocupado un paraje mental. / Lo ocupará una piedad sin recompensas. / (...) Piedad por el apedreado en el callejón oscuro de las razas. / (...) Piedad por los que duermen o se despiertan sin cubrirse con los apellidos de la patria. / Piedra por quien llega solo y sin equipaje a los tribunales de la conciencia. / (..) Piedad por quienes con su amor disidente golpean los muros de la moral". El surrealismo de sus orígenes ha dejado una nítida impronta en su poesía presente. Irazoki opera por sustitución: toma un referente previsible y lo reemplaza por otro inesperado. La combinación suscita la sorpresa y mucho más: suscita la emoción. En "Ebriedad reina", por ejemplo, se presenta como una etapa ciclista lo que no es sino un encuentro en un bar, alrededor de unas botellas de cerveza: "Los ciclistas pedalean dentro de un vaso. Sus labios tocan los hielos de las cumbres. Hoy disputan la etapa reina de la Vuelta al Dolor, y a ambos lados de la carretera líquida se agolpan los espectadores". La sustitución es briosamente metafórica. El poeta ve en las cosas de la realidad otras cosas: nunca se queda en la superficie. Su mirada transformadora no solo transforma el lenguaje: también muda la realidad. Y, así, escribe: "Corremos despavoridos mientras una gran lágrima se filtra entre los muros rotos de la urbe y sigue diluviando la cabeza estallada de Dios". Un aire expresionista se posesiona, a veces, de los poemas. Y todo confluye en una percepción dolorosa del paso del tiempo, en una conciencia angustiosa de lo amado y lo perdido, como en otros libros señalados de la poesía española más reciente: pienso, por ejemplo, en Arden las pérdidas, de Antonio Gamoneda. Orquesta de desaparecidos es, desde su título, un canto a lo ido, un largo pero sereno lamento a lo extraviado en las arenas de los años. Muchas composiciones funden lo personal y lo colectivo: Irazoki rememora los hechos de su infancia, entrañable y difícil, y el final de franquismo, en el que la sordidez cohabitaba con la esperanza. El poema que da título al libro, "Orquesta de desparecidos", agrupa esta lúcida melancolía y hace de cuantos se han alejado de la vida del poeta el motor de su literatura, su melodía existencial: "sus muertes o su desamor se han convertido en música". La muerte asoma, con su resplandeciente rostro negro, al final del poemario: la muerte de los demás y la muerte propia, sobre la que Francisco Javier Irazoki solicita en "Testamento", el último poema, que se plante "el árbol de la discreción", como discreta, pero magnífica, es su literatura.

Esto dice el poema "La entereza":

El equilibrio fue mi padre.
     En una tierra de coleccionistas de lindes, veíamos a pocos hombres con la altura de su serenidad. Imperturbable, el humor y la rectitud eran las dos fuerzas que compensaban su carácter, y con ellas dirigía nuestra niñez.
    Nunca practicaba la pequeñez humana de escucharse solo a sí mismo. Tuvo abierta la quietud para recibir las turbaciones ajenas, y nos daba cita en una habitación bien iluminada por la ironía.
    Las maldades le aburrían, y a todas las reuniones aportó los panes y el escepticismo con deseos de ayudar.
  Durante los meses de la enfermedad última, su cuerpo grande perdió tamaño. Pero los dolores no le redujeron la calma que aún nos acogía. Con una mínima seña desocupó parte de la impasibilidad y allí depositamos todos los miedos.
    También las palabras finales construyeron para nosotros un cobertizo con la grieta de la risa.
    Seguimos sus instrucciones y embotellé la ausencia en los frascos de medicamentos de la despedida.
    Muchos años más tarde, noté su presencia muy lejos de los lugares que él conoció. Al acabar el verano, en la escalinata de las cremaciones de Benarés, unas mujeres lavaban las cenizas de los familiares muertos. En las cercanías, algunos ancianos, caminaban impávidos. Sin alterarse, parecía que en sus mentes la mesura iba a apagar los fuegos de los crematorios.
  De repente, sentí que sobre los peldaños de piedra empezaba a bajar el equilibrio de mi padre. Giró como una rueda hasta caer a las aguas del Ganges.
            

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