Me entero, en el metro, de que en el Museo de Historia Natural hay una exposición sobre los primeros pobladores de las Islas Británicas. En muchas estaciones de metro, junto a las escaleras mecánicas, que son eternas, cuelgan carteles que anuncian los principales espectáculos de la ciudad. Uno tiene tiempo de repasar todas las películas, todos los musicales y todas las exposiciones de Londres, sin apenas mover los ojos, mientras espera a culminar el ascenso o el descenso. Decidimos visitar la exposición sobre la prehistoria de estas tierras (yo, con la soterrada esperanza de que aparezcan más pobladores antiguos como la Raquel Welch de Hace un millón de años) y, de paso, ver el Museo de Historia Nacional, que Ángeles nunca ha visitado y que yo conocí hace treinta y cinco años, en mi primer viaje a Inglaterra, y del que solo recuerdo que compré un dodecaedro de palma trenzada por alguna cultura del Índico. Por qué compré, hace treinta y cinco años, un dodecaedro de palma trenzada por alguna cultura del Índico es un gran misterio para mí, pero lo cierto es que lo conservo todavía, en una caja de zapatos. En cualquier caso, que se conserve, tras todo este tiempo, siendo de materia vegetal, habla muy bien de la cultura del Índico que lo trenzara. Entrar en el Museo de Historia Natural, un imponente edificio victoriano de 1880, es una actividad que no acaba nunca, como las escaleras mecánicas del metro: uno hace cola para entrar físicamente en el edificio; luego, para que un único funcionario de seguridad revise los bolsos y bolsas de todos los visitantes; luego, para comprar los billetes; y, por fin, para entrar en la exposición concreta que uno desee ver, si es el caso, a lo que hay que sumar el tiempo que necesita para recorrer los diferentes pasillos que conectan unos espacios con otros. Ángeles y yo nos pasamos casi una hora entrando. Y nos gusta tanto entrar que lo hacemos hasta cuando no es necesario. Al llegar al salón central del Museo, siguiendo las flechas que nos dirigen a la exposición Britain, one million years of human history, observamos una larguísima cola, como siempre, que avanza lentamente y que se introduce en un ala umbría. Ocupamos con disciplina nuestro lugar en ella y, en efecto, avanzamos muy lentamente hacia la entrada. Yo entretengo la espera leyendo el periódico y Ángeles, fijándose en lo mismo en que se fija en casa: en que la cola del esqueleto del diplodocus bajo el que hacemos cola está llena de polvo. Un poco más allá de ambos, y de los centenares de personas que penan con nosotros en esta cola inenarrable, en el primer rellano de las escalinatas que suben al piso superior, un Charles Darwin de mármol muy blanco nos mira, con las piernas cruzadas, lleno de serenidad, desde un asiento que parece una cátedra o un trono. Nos acercamos, por fin, a lo que parece ser el principio de la exposición, pero no vemos ninguna figura humana, sino solo reproducciones de dinosaurios. Sí, es muy probable que, hace millones de años, hubiera dinosaurios en el territorio de lo que es actualmente la Gran Bretaña, pero ¿esto no era una exposición de la historia humana? Con la mosca detrás de la oreja, me acerco a una vigilante para asegurarme de que no llevamos casi media hora haciendo el canelo, pero la vigilante me confirma que sí, que somos tontos: la entrada a la exposición sobre los primeros britones está cincuenta metros más allá, y no hay nadie. Con un sentimiento de alivio, pero también de bochorno, accedemos por fin a ella. En estas islas, averiguamos enseguida, ha habido presencia humana desde hace 950.000 años. Se cree que los primeros que las habitaron fueron los homo antecessor, cuya existencia acreditan los restos que los paleontólogos llevan décadas extrayendo del yacimiento de Atapuerca, en Burgos. Sonreímos ante el pensamiento de que esos primeros habitantes provinieran de lo que después ha sido España, al igual que nos enorgullece, vagamente, que el primer florecimiento de Londres se produjera bajo el mandato de Adriano, un emperador hispanorromano. Pero de los antecessor no quedan restos fósiles, sino solo huellas impresas en la piedra -en Happisburgh, Norfolk, se han encontrado las pisadas de lo que se cree un grupo familiar- y herramientas también de piedra. A los antecessor, hace medio millón de años, siguieron los heidelbergensis, de los que sí se han encontrado restos orgánicos: en Boxgrove, por ejemplo, se ha desenterrado una tibia de esa especie: perteneció a un varón, y es gruesa como una antorcha. Tanto los antecessor como los heidelbergensis eran cazadores, y comían de lo que mataban, pero no ciervos o conejos, sino hipopótamos y rinocerontes, que eran los animales que, junto con otros no menos malhumorados, ramoneaban en Bretaña en aquellos tiempos aurorales. El consuelo de aquellos esforzados cazadores es que, si bien no debía de ser fácil abatir a un rinoceronte, cuando lo conseguían, el atracón era fastuoso. Luego, hace unos 400.000 años, vinieron los neandertales, que supusieron un notable salto evolutivo. Aquellas gentes de arcos supraciliares prominentes, que albergaban un cerebro tan grande como el nuestro (y, a juzgar por las reproducciones de cuerpo entero que se exhiben en la exposición, unos órganos genitales, ay, mucho mayores), se organizaban en clanes, enterraban a sus muertos, eran artistas y, al parecer, se comunicaban con algo parecido al lenguaje. En Clacton, Essex, ha emergido una punta de lanza neandertal, pero no de sílex, sino de madera pulida y endurecida al fuego, lo cual denota una gran sofisticación tecnológica. Los neandertales, sin embargo, desaparecieron de Bretaña hace unos 180.000 años, y no volvieron a habitarla hasta 120.000 años después. Durante todo este tiempo, la isla fue un lugar desierto, en el que solo sobrevivían las bestias más corajudas: leones, elefantes, hipopótamos; el canino de un hipopótamo, precisamente, fue encontrado en el subsuelo de la plaza de Trafalgar en los años 60. Quién sabe: quizá la estatua de Nelson se asiente sobre los huesos de un cocodrilo. El motivo de desaparición de toda presencia humana fue ese: que Bretaña se había convertido en una isla. Desde la primitiva Pangea, y a pesar del Partido por la Independencia del Reino Unido, había estado unida al continente, pero las glaciaciones acabaron con las poblaciones humanas y el calentamiento posterior hizo subir el nivel del mar lo suficiente como para aislar al territorio del resto de Europa: nadie quedó dentro, pues, y nadie pudo volver hasta unos 60.000 años antes de Cristo. Fueron, de nuevo, los neandertales, aunque no tardaron en ser sustituidos por el homo sapiens, que se había extendido por el mundo desde sus campamentos africanos (África: otro golpe al orgullo norteño), y que acabó imponiendo su superioridad genética y su especialización evolutiva. Hay que relativizar, no obstante, la modernidad de nuestros antepasados sapiens: en Gough Cave, Somerset, se han encontrado calaveras talladas para que sirvieran como boles y restos humanos que demuestran el canibalismo de la especie. Se conoce que los cromañones que allí se guarecían, arrancaban las cabezas de los enemigos muertos, las pelaban de tejidos blandos y las moldeaban delicadamente para tomarse el desayuno. Luego, se zampaban toda la carne de que dispusieran, aunque fuese del abuelo, y chupaban los huesecillos. Todo esto, hace solo 14.700 años. Aunque, bien pensado, a la vista del comportamiento de algunos en la actualidad, tampoco hemos avanzado tanto. De hecho, hemos retrocedido: algunos mandamases y hombres de negocios de hoy devoran los sesos de la gente sin mancharse los dedos, y algunos abogados y periodistas, hasta cobran por ello.
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