Hoy me acerco a Vauxhall, una zona cercana a nuestra casa, pero que hemos visitado poco todavía. El nombre del barrio proviene de Falkes de Breauté, un guerreo anglonormando, jefe de los mercenarios del rey Juan, que poseyó aquí una mansión, Fawke's Hall. Mi propósito no es solo conocer Vauxhall, sino descubrir algunos de esos rincones tranquilos que me reconcilian con Londres, un termitero sin remedio. El 344 me deja en la estación de autobuses -porque Vauxhall es un nudo de comunicaciones urbano, que de noche se transforma en un centro de reunión de yonquis y perroflautas: ¿por qué todos los colgados del mundo se refugian en las estaciones de autobús y ferrocarril?- y empiezo a pasear. Lo primero que veo, y que me llama la atención, es una British Interplanetary Society, anunciada así, a palo seco, con letras muy grandes. ¿Una sociedad interplanetaria británica? ¿Cuál será su objeto social: reunir a los británicos que viven en otros planetas? Sigo caminando en dirección a unos jardines cercanos que quiero visitar: los Bonnington Square Gardens, aunque, cuando llego, me decepcionan un poco. Son muy pequeños: apenas una franja de verdor en un apiñamiento de casas antiguas. Y están cerrados: un rotundo candado en la puerta de entrada se encarga de impedir el paso. Me asomo, no obstante, por encima de la verja, y vislumbro la masa de vegetación, salpicada de urnas de piedra en el suelo y bancos de madera agrietada. Estos jardines son community gardens, es decir, no los mantiene el ayuntamiento, sino la propia comunidad de vecinos. Y hay muchos más en Londres, donde el espíritu arrasador del capitalismo no ha acabado con cierta contestación autogestionaria. Desde luego, la pulcritud que se observa en los parques municipales es muy superior a la de estos rincones particulares, pero los jardines comunitarios lucen una exuberancia casi selvática, un descuido romántico, que parece a punto de convertirse en abandono, pero que no lo es todavía, que resiste en esa frontera exquisita de lo cultivado pero decadente. Rodeo los lacónicos jardines por el exterior y me cruzo con un vecino que ha sacado a pasear a dos perros. Los chuchos han descubierto a un gato y le ladran con ferocidad. Uno cree que, si el dueño los soltara, harían trizas al minino. (O el minino a ellos, quién sabe: los gatos pueden ser muy peleones, y mortíferos). El felino -un macho atigrado, de cabeza triangular, pelaje naranja y ojos amarillos, con el parteluz de la pupila, que se ha parado a mis pies- mira a los canes sin inmutarse, y luego a mí: parece preguntarse, o preguntarme, qué les pasa a esos bichos. Los chuchos se alejan, por fin, y tanto el gato como yo seguimos con nuestro paseo: se diría que participamos de un mismo estado de ánimo: dilatante, sosegado, cercano a la indiferencia. Los jardines Bonnington han supuesto una visita demasiado breve, y me entretengo un rato por las calles que los rodean. Forman un barrio minúsculo, de fuerte carácter vecinal, lo que es infrecuente en Londres. La gente parece conocerse: hasta se saluda al cruzarse. Abundan las plantas en los alféizares de las ventanas y a las entradas de las casas. Las construcciones tendrán uno o dos siglos de antigüedad, o quizá más, y conjugan lo historiado con lo proletario. En una de ellas distingo a varios gatos más: uno en un pretil, otro encima de un cubo de basura, ambos con aire filosófico. Quizá el macho con el que nos hemos cruzado los perros ladradores y yo viva también aquí y sea el dueño del cotarro. En una esquina hay un cafetín, tan pequeño como los jardines, pero no sin encanto: han puesto tres mínimas mesitas en la acera, y allí charlan animadamente -es decir, todo lo animadamente que pueden charlar los ingleses- unos parroquianos. Venzo la tentación de sentarme y tomarme un café, porque llevo todo el día sentado y lo que me apetece es caminar. Pero debe ser agradable pasar aquí una mañana de domingo, con sol, el periódico y, quizá, el gato atigrado paseando por entre las piernas. A poca distancia de Bonnington, en Harleyford Road, descubro otros jardines comunitarios: estos son más grandes y están abiertos. Paseo por los senderos, y compruebo lo que he constatado en los anteriores: el descuido inevitable, pero también la delicia de lo caído, de lo marginal. Son jardínes húmedos: todo parece empapado, aunque hoy no ha llovido, y el verdín se enseñorea de las superficies. La exuberancia es tanta que breves mosaicos cuadrados y coloristas señalan el camino en el suelo. Dos vecinos pelan la pava en una plazoleta, y no quiero molestarlos. Deshago lo andado, y salgo otra vez a Harleyford Road, desde donde llego a The Oval, el enorme estadio de cricket del sur de Londres, que tiene la magnificencia de un campo de fútbol: aquí, incomprensiblemente, el cricket concita casi las mismas pasiones que el balompié. En una esquina, frente al estadio, admiro la casa, The White House, donde nació el mariscal Montgomery, héroe -y vizconde- de El Alamein, y hoy convertida en una academia de idiomas. Doblo hacia el parque de Kennington, pero me quedo sin verlo, porque cierran a las siete, y es justo esa hora. Salgo, por fin, a los Vauxhall Pleasure Gardens, un parque abierto hace poco -de hecho, una parte del terreno está todavía en obras- y no muy grande con el que el ayuntamiento ha querido recordar a los New Springs Gardens que hubo aquí desde mediados del s. XVII -Samuel Pepys, el gran diarista de Londres, los menciona por primera vez en 1662- hasta 1859, y que fueron, durante todo ese tiempo, una de las grandes atracciones de la ciudad. Allí se daban conciertos, se representaban obras de teatro, se organizaban espectáculos -se hacían volar globos aerostáticos, por ejemplo-, pero, sobre todo, sus intrincadas arboledas, por las que discurrían senderos oscuros -así se llamaban aquellas aventuras: dark walks-, permitían a los londinenses disfrutar del amor al aire libre. Es revitalizador imaginarse a aquellos caballeros dieciochescos -entre los que se contaban visitantes tan ilustres como el doctor Johnson, aunque es improbable que el célebre, obeso y monógamo lingüista se abandonara aquí a escarceo alguno-, con todas sus pelucas y atavíos, copulando con legítimas o, más probablemente, ilegítimas contra el tronco de un roble o en la hierba mullida. De aquella grandeza y aquel rijo hoy no queda nada, salvo estos esmerados Pleasure Gardens, en una de cuyas alas distingo a varios jinetes practicando la hípica. (Aunque, para ser esmerados, han de apestar a establo, y no por la escuela de equitación que albergan, sino por el estiércol con que los jardineros los han inundado: esto huele como el pueblo de mi madre). Salgo por el extremo norte al puente de Vauxhall, inaugurado en 1906, que saluda a los viajeros con las imponentes figuras femeninas que adornan los pilares de granito en los que se asientan sus cinco ojos de acero, y que representan a las artes y las ciencias. Antes de llegar a él, paso por delante de un restaurante portugués -la comunidad lusa es muy importante aquí- y de una sauna gay, Chariots, que se anuncia con la bandera del arcoíris y un fascinante despliegue de motivos romanos, entre los que destaca la toga, cuyo destino último es, desde luego, caer a los pies del que la porta: Vauxhall, que algunos llaman ya Voho, se ha convertido en uno de los principales barrios de la homosexualidad en Londres. Para volver a casa no quiero coger el autobús: prefiero ir andando. Es una buena caminata, pero me apetece seguir ejercitándome. Leo entonces, en un punto del Thames Path -los ingleses, siempre tan atentos a preservar la historia-, que aquí, a lo que hoy es Vauxhall, acudían los pueblos del Neolítico que habitaban en esta zona para rendir tributo a las divinidades del río: tiraban al agua el homenaje de sus palos y sus piedras para aplacar la furia de sus mareas y sus riadas, y para que les dieran buena pesca y agua clara. Entonces, claro, solo había cañizos y marjales. Hoy se eleva un puente y una multitud de edificios que voy dejando atrás, mientras la noche ennegrece la plata del Támesis y una brisa punzante despierta a la piel.
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