martes, 16 de septiembre de 2014

Momentos que se perderán en el tiempo

Hace una semana, Ángeles y yo volvíamos de hacer algunas compras y cruzamos el puente de Chelsea. Ya había anochecido. En el horizonte fluvial contemplamos un paisaje fantástico: entre un rascacielos cilíndrico, aislado, cuyo nombre ignoro, que se alza en la ribera sur, y la constelación de luces rojas que disponían en el aire las grúas que levantan, desde hace meses, múltiples edificios junto a la Battersea Power Station, se había instalado una luna anaranjada y enorme. El conjunto configuraba un extraño pero hermosísimo cuadro abstracto -tubos, puntos, líneas, esferas-, cuya policromía, impresa en el tafetán negro de la noche, golpeaba y, al mismo tiempo, acariciaba al ojo. Por debajo del collage circulaban las luces del Támesis: los faros de las gabarras, las lámparas de las embarcaciones de recreo, el reflejo alargado de las farolas del Chelsea Embankment; y también su negrura: el agua es espejo del cielo. En aquella amalgama fastuosa, donde convivían el azar planetario y los afanes del hombre, la luna brillaba con tranquila turbulencia: era una pelota inmensa, acalabazada, caída entre alambres, pero aún suspensa, como si no quisiera renunciar a su ingravidez, y, en su esfuerzo, se hubiese congestionado de luz. Desde el puente, la gente tomaba fotos de la imagen con los móviles. También Ángeles, pero el resultado no hacía honor a la realidad. La impresión de aquella escena está en nuestra memoria, donde permanecerá hasta que también nosotros seamos un recuerdo.

Hace unos días, a eso de las dos de la tarde, entraba yo en el parque de Battersea para pasear un rato. Estaba cansado de escribir, y me apetecía deambular por los senderos tranquilos del lugar. Al traspasar la verja e incorporarme al paseo principal, me crucé con dos señoras que hacían marcha. Aquí corren muchos, pero otros, menos nerviosos o más añejos, prefieren caminar deprisa. Una de ellas me vio cerca y me saludó. Los ingleses son contradictorios: la mayoría ni te mira al cruzarse contigo a la entrada de casa, o al subir juntos en el ascensor, pero puede que un desconocido te regale una sonrisa y sus mejores deseos por la calle. La señora me dijo: Good evening. Yo pensé: no es la evening; son solo las dos. En lo mismo debió de reparar ella, porque se corrigió de inmediato: Good morning. Pero pensé de nuevo: no es la morning; ya son las dos. Por fin, su compañera atinó con la expresión correcta: Good afternoon. Y la primera lo ratificó: Oh, yes, of course, good afternoon. Me consoló comprobar que hasta los ingleses de pura cepa se confunden con el timing: no soy solo yo el que hace el ridículo.

Anteayer, aprovechando que era mi cumpleaños, vino a cenar a casa Adriana Díaz Enciso, mi amiga mexicana, una de las primeras personas que conocí al llegar a Londres. Lo está pasando mal: solo tiene trabajos esporádicos, malvive en un piso de alquiler de Finnsbury Park y arrastra problemas de salud que dificultan aun más su vida cotidiana. Me trajo una tarjeta de felicitación y el último poemario de Jorge Esquinca, nuestro amigo común, al que conocí en mi último viaje a México, Teoría del campo unificado, publicado por la UNAM. Los mexicanos están muy acostumbrados a hacer llegar físicamente los libros a sus destinatarios: carecen de empresas de distribución y su servicio de correos no les inspira confianza. Las combinaciones son rocambolescas, a veces, para que la entrega se haga efectiva. En este caso, Jorge le había dado ejemplares a un escritor amigo que venía a Londres, para que este se los pasara a Adriana y esta me hiciera llegar uno a mí. Cenamos y charlamos con Adriana, que se ha dado al budismo. Con las dificultades por las que está pasando, no me extraña: el budismo, por lo menos, tranquiliza. Adriana pondera las virtudes de la meditación, pero Ángeles, empírica, entiende "medicación". "¿Qué medicación?", pregunta. "La del pensamiento", responde Adriana. Le recomiendo Epístolas morales a Lucilio, de Séneca: una maravilla para relativizar los problemas y sosegar el ánimo. Pese a todo, Adriana lleva muchos años aquí, por lo que está bien provista de estoicismo británico, y conserva el sentido del humor, lo cual es indicativo de que sigue siendo capaz de luchar contra las adversidades. En otra ocasión me había dicho que uno de los principios por los que se gobernaba era no correr nunca detrás de un autobús ni de un hombre: "siempre viene otro detrás".

2 comentarios:

  1. Llevo unos días pensando, precisamente, en la memoria; una caja fuerte que decía Saramago (creo), de la que sólo nosotros tenemos la combinación, qué pena cuando ya no se acierta con los números y todo se confunde (recuerdo a mi abuela). Algo escribo, pero poco, así que procuro contar a mis hijas los recuerdos, los viajes...Lo que se escribe nunca permanece en el olvido. En mi memoria se ha instalado de alguna forma ese collage con la luna suspendida que describes tan bien!

    Un abrazo

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    1. Sí, querida Amelia: lo que se escribe no se olvida. Yo me rijo por ese principio, y por eso tiendo a poner negro sobre blanco todo lo que me ocurre, o, por lo menos, todo que me parece importante. Eso explica este diario, mis libros de viajes y también mi poesía, que no es sino el recuento de mis viajes interiores.

      Un abrazo.

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