lunes, 1 de septiembre de 2014

Un año de estancia

Anteayer, 30 de agosto, se cumplió un año de mi llegada a Londres. No ha sido una estancia sin interrupciones: he viajado con frecuencia a España, y he pasado largas temporadas en Barcelona, pero es fácil dejarse atrapar por el simbolismo de los números redondos y, lo que es más importante, tengo la sensación de que el nuevo periodo de vida que mi establecimiento en la capital británica marcaba, perdura y prosigue, a pesar de las dificultades y los regresos. Para venir aquí, me afeité la barba y el bigote: hacía años que no me rasuraba la cara, y hacerlo simbolizaba mi decisión de cambiar de vida. Llegué cuando en casa -en nuestro añorado piso anterior, en Pimlico, junto al río- estaban pasando unos días Agustín y José Antonio, que habían venido a vernos y a darse una vuelta por el país. Con ellos fuimos a Stonehenge y a Bath. Recuerdo la sensación de amputación que experimenté al venir: mi destierro era voluntario, había pedido una excedencia en el trabajo, podía volver cuando quisiera a Sant Cugat, donde seguimos teniendo nuestra casa, y, sin embargo, pese a todas las redes de seguridad con las que me había envuelto, yo sentía el desgarro secular del exiliado. Pablo me dejó en el aeropuerto y luego me puso un mensaje en el que me decía cuánto iba a echarme de menos. Él, me confesaría luego, me había enviado aquel sms entre lágrimas, y yo lo estuve masticando todo el viaje al borde también del llanto. La costumbre es la mejor cataplasma del mundo, y sus efectos balsámicos se dejan sentir ya -yo estoy tranquilo, y él ha descubierto las ventajas de la vida en soledad, como no hacer la cama por las mañanas o no tener que esperar para utilizar el cuarto de baño-, aunque sea un costumbre áspera, llena de huecos y protuberancias, difícil de abrazar. Tampoco es fácil valorar el año que he pasado aquí. Uno cree que los periodos de la vida se pueden aislar y analizar como si fueran objetivos, como si se tratara de hechos experimentales, pero eso es solo un espejismo de la imaginación. La vida es un continuo, en el que cada conducta y cada momento, por distinto que haya sido nuestro propósito, comparten una misma sustancia, una misma determinación: todo se mezcla, en el mundo y en nuestra mente. Mi estancia en Inglaterra me ha permitido alejarme de un país que se me hacía irrespirable, corrompido por la fullería y la mediocridad, y, sobre todo, de un trabajo -estable y bien pagado, a pesar de los recortes- que me aburría y me angustiaba, un trabajo que me estragaba espiritualmente, y en el que ya no aguantaba más. (Sí habría podido aguantar más, desde luego: todos podemos aguantar más, aun en las peores situaciones. Pero el límite de la resistencia lo marca la posibilidad: si hay la posibilidad de dejar de resistir, ya no aguantamos más). Recuerdo que me sentía raro, incluso culpable, cuando sabía de la desesperación de muchos millones de personas en España por encontrar trabajo, o por no perder el que tuvieran, así estuviese mal pagado o fuera parecido a la esclavitud: ellos querían trabajar y yo, un funcionario acomodado, quería dejar de hacerlo. En Inglaterra me he dedicado a escribir, que es lo único que me gusta y, creo, sé hacer. Es más: es lo único que me justifica existencialmente: sin escribir, no soy. No estoy descontento de los resultados: este año ha sido pródigo en publicaciones, y aún han de venir, en otoño, las más importantes: la antología de poetas contemporáneos en catalán y la traducción de Hojas de hierba (amén de un par de volúmenes de crítica literaria a los que nadie hará caso). Este diario, que es otra consecuencia de mis días aquí, ha sido también, me parece, un éxito, aunque no se me escapa que considerar un éxito cualquier actividad literaria es siempre una hipérbole: de hecho, teniendo en cuenta que hay más de cuatrocientos millones de hispanohablantes, que estas Corónicas de Ingalaterra reciban una media de 150 o 200 visitas al día debería ser considerado, no un triunfo, sino un fracaso absoluto. Pese a todo, y por primera vez desde hace muchos años, no hay distancia entre lo que hago y lo que quiero hacer. También he conocido, estoy conociendo, un país muy hermoso y una ciudad fascinante, aunque multitudinaria en exceso: Londres ofrece tantas cosas, que todos quieren disfrutar de ellas, y aquí nos encontramos todos: a millones, en todas partes. Muchas cosas han mejorado: ahora duermo bien, por ejemplo, y he desterrado de mi vida uno de los objetos más odiosos inventados por el ser humano: el despertador. Pero Inglaterra no es la Tierra de Promisión. Ningún país lo es. Aquí la gente es fría, como el clima, y apegada a las normas y al silencio como los percebes se pegan a la roca. Tras un año de estancia, no tengo ni un solo amigo inglés. He tratado a españoles, italianos y sudamericanos, y con casi todos he desarrollado una relación cordial, pero con los ingleses me ha sido imposible. Pesa, desde luego, que mi vida social escasee: yo trabajo en casa. Pero me basta acudir a alguna reunión de Ángeles con sus compañeros del hospital en un pub para darme cuenta de que me será muy difícil trabar amistad con gente para la que charlar con los amigos significa interesarse por dónde compran la ropa. Inglaterra tampoco me ha dado ninguna oportunidad laboral. No busco un empleo superferolítico, ni a jornada completa, pero sí alguna actividad que me permita contribuir a la economía familiar (con algo más que las propinas con que se retribuyen las reseñas de libros en España) y, lo que es más importante, que me obligue a dialogar con el mundo: a coger el metro, a hablar con el vecino (si es que el vecino quiere hablar conmigo), a tener compañeros, y conocidos, y -esto ya sería la monda- público. Escribir es una tarea monacal, que hay que asumir con estoicismo (un sentimiento muy inglés, por otra parte), pero que puede ser tan estragante como malgastar ocho horas al día en la oficina siniestra. Es necesario -al menos, para mí- romper ese caparazón, porque para la quietud de la escritura -y también para el equilibrio de la mente- hace falta el movimiento de la vida. En Inglaterra me he habituado a algunas cosas nuevas: a vivir sin nómina -aunque a eso, ay, no sé si me acostumbraré nunca-, a comer frambuesas, a hacer colas (y a no saltármelas), a ver programas de subastas en la televisión (y hasta a disfrutar con ellos), a beber cerveza en el pub. Pero sigo conservando casi todos mis vínculos con España: publico en editoriales españolas, colaboro con revistas españolas, me escribo con amigos españoles, leo libros españoles, bitácoras españolas, periódicos españoles. También sigo comiendo a las dos y haciendo la siesta, y preguntándome el domingo por la tarde qué habrá hecho el Barça. Quizá Inglaterra sea solo un decorado, y la obra que se desarrolla en mi interior no haya variado apenas de cuando vivía en España. Quizá vivir en esta tramoya acabe alejándome de lo que me constituye -olvidar es fácil- y no me dé paso a un mundo distinto, a una vida distinta. Quizá quiera volver.

4 comentarios:

  1. Jo!
    Me ha venido a la mente el soneto de "Diálogo entre Babieca y Rocinante"

    "(...)
    B: Metafísico estaís.
    R: Es que no como. (...)"


    Muchos ánimos y come más!!

    Ah! A lo mejor si te dejas la barba de nuevo...!!

    Un beso

    Amelia

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    1. Mi mujer me dice lo contrario, Amelia: que coma menos. Y en mi casa se hace lo que yo obedezco.

      Y la barba me la volví a dejar al cabo de poco de estar aquí: afeitarse es una de las tareas más estúpidas que tenemos que hacer los hombres, que consume, además, muchísimo tiempo. Así que no tardé en volver a llenarme de pelo.

      Un beso (barbado).

      Eduardo.

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  2. Es que vive en una contradicción, caballero: se ha ido pa´ fuera y se ha metido pa´dentro.

    Abrazos y enhorabuena por tu persistencia en el acierto, cuñado.

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    1. Pues a ver si voy pa'rriba de una vez, querido Antonio.

      Espero que sí, que persista en el acierto, y no en la pifia.

      Gracias por tu mensaje.

      Un abrazo.

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