He estado dos veces en Escocia, y en ambas me ha sorprendido la intensidad del sentimiento nacionalista. Cuando estabas en Edimburgo, no podías cometer el error de decir que estabas en Inglaterra. Sin irritación, pero categóricamente, tu interlocutor precisaba que aquello era Scotland. Ni tampoco considerar a sus habitantes ingleses: ellos eran otra cosa, y no dudaban en recordártelo. Esta relevancia de la identidad propia, que se expresaba asimismo en multitud de símbolos, costumbres e instituciones particulares, me resultaba contradictoria, hasta cierto punto, con el hecho de que los escoceses llevaran integrados en el Reino Unido más de 300 años. E integrados no superficialmente, sino hasta las cachas: la contribución caledonia a los principales procesos sociales vividos por la nación ha sido muy significativa: la Revolución Industrial, la formación y defensa del imperio y dos guerras mundiales, en las que los hijos de Escocia han muerto con prodigalidad a la sombra de la Union Jack. Yo creía que Gran Bretaña era, a pesar de las inevitables rivalidades regionales, una entidad sólida, asentada en una democracia secular, en una historia íntimamente compartida y en una comprensión mutua de las singularidades que la integran. Pero no: el sentimiento identitario se ha exacerbado, en muy pocas décadas, hasta alcanzar un punto en el que existe realmente la posibilidad de que, dentro de cuatro días, se constituya en una nueva nación de Europa. Y lo ha hecho -otra paradoja- en el periodo en el que Escocia ha disfrutado de una mayor descentralización administrativa y capacidad de gobierno. En los últimos años del siglo pasado, el hasta entonces Estado unitario del Reino Unido otorgó amplios poderes ejecutivos y legislativos a Escocia, y desde entonces el independentismo no solo no ha menguado, sino que no ha dejado de crecer. El proceso, pues, ha sido mucho más rápido en Escocia que en Cataluña, donde se disfruta de un régimen autonómico -más amplio que el otorgado por Londres a Edimburgo- desde hace 36 años, aunque es cierto que en ambos casos se ha radicalizado en el último lustro, espoleado por los fustazos de la crisis. Junto con el estallido de un independentismo que yo consideraba arrumbado en los desvanes de la historia, también me llama la atención la calma con la que la clase política y, sobre todo, la población de las Islas ha acogido el debate y la posible partición del país. En España llevamos años regalándonos los oídos con un arsenal de insultos a cuenta del separatismo catalán (por no hablar del separatismo vasco, que supuso medio siglo de tiros en la nuca) y con una crispación que amenaza con desbordar toda racionalidad: la tensión es creciente y constante entre los políticos y los ciudadanos. Aquí, en cambio, todo el mundo parece indiferente. Claro que los ingleses se mostrarían indiferentes ante un cataclismo nuclear, pero eso no quita para que pueda advertirse la escasez -o incluso la ausencia- de una preocupación excesiva por el tema. En las calles no hay ninguna guerra de banderas, como tan opresivamente sucede en Cataluña: solo se ve alguna, de San Jorge, ondeando raquíticamente en algún balcón, y -tercera paradoja- las muchas de San Andrés que el gobierno británico ha mandado izar en los edificios oficiales, para transmitir simbólicamente a los escoceses el aprecio del país. Tampoco se leen en la sección de cartas al director de los periódicos nacionales misivas inflamadas de patriotismo, en uno u otro sentido, que reclamen la intervención del Ejército o alguna barrabasada semejante, u ofendan gravemente al otro. En las televisiones, los debates abundan, pero son siempre eso: debates, no guirigays ni cuadriláteros de boxeo, donde se hacen y se responden preguntas, se enuncian argumentos y se habla de todo con sobriedad y sensatez. Hasta la Casa Real, tan vinculada a Escocia -de donde sale, por otra parte, el whisky que lleva tanto tiempo haciendo las delicias de su familia-, ha protestado por que en la lucha partidista se la haya intentado involucrar en el debate sobre la secesión escocesa. A mí, la verdad, me daría pena que Escocia se separara, y se me haría extraño que el país que ha sido capital de uno de los mayores imperios de la humanidad, se quedara ahora convertido, con la amputación de casi un tercio de su territorio, en un pequeño fragmento de una isla pequeña. El Reino Unido sería entonces el Reino Desunido, y en sus filas solo militarían ya los norirlandeses -que abrigan, asimismo, vigorosos sentimientos antibritánicos, prontos siempre a estallar-, los galeses y los ingleses. Por cierto, aquí son tan precavidos que ya hay propuestas de una nueva bandera nacional, de la que habría que excluir el color azul de Escocia y sustituirlo por el negro y amarillo de la bandera de San David, la enseña no oficial de Gales. A mí me parece mucho más fea que la anterior, aunque todo es cuestión de acostumbrarse. En todo este conflicto, lo que me parece admirable es la disposición de los contendientes a dirimir democráticamente la cuestión. Sería ingenuo pensar que no habido intereses tácticos en la decisión de acordar la celebración de un referéndum, y que todo se ha resuelto por la inmaculada aplicación de unos principios éticos -Cameron creía que el independentismo saldría ampliamente derrotado, y Salmond ha visto en el referéndum la oportunidad de reforzar hasta extremos imposibles en otras circunstancias la preponderancia del Partido Nacionalista Escocés, aunque salga derrotado-, pero, aun así, el hecho de que los ciudadanos puedan tomar, en las urnas, una decisión de este calibre, revela la civilización de este pueblo y la calidad de su democracia. Y, además, aquí solo votarán los escoceses: el resto de los ciudadanos británicos tendrá que aceptar su decisión. Porque, frente al argumento, que se repite como un mantra en España, de que todo el país habría de participar en una hipotética votación, ya que a todo el país le afectaría la independencia de Cataluña, los ingleses comparten el principio moral de que, para que alguien se una a un grupo, hace falta el consentimiento de todos, pero, para que lo deje, basta con su voluntad. De otro modo, el consenso global sería solo una trampa para mantener encerrado a alguien allí donde no quiere estar. Nadie consentiría, en su vida privada, que no pudiera divorciarse de alguien, si ese alguien no está de acuerdo (o, como reclaman muchos en España, si no lo están también todos los miembros de su familia, porque a todos afecta que se marche), o que no pudiera abandonar un club particular, o una comunidad de vecinos, o una asociación, o un trabajo, si todos sus demás miembros no lo aprueban: eso se entendería, con razón, como un ejercicio dictatorial, como una merma intolerable de la libertad. Pues eso mismo debería aplicarse, creo yo, a las separaciones colectivas: solo cada cual puede decidir qué quiere ser. La comprensión de la democracia en España es mucho menor: o no se permite votar -ni nada: el gobierno permanece atrincherado en la defensa numantina de la legalidad, sin alternativas de ningún tipo, ni negociación política alguna- o se promueve que voten todos, con grave quebranto del espinazo moral de la controversia. Cataluña y Escocia comparten algunos rasgos: su integración en las monarquías respectivas se produjo hacia las mismas fechas -Cataluña, en 1714, como consecuencia de la derrota de la causa austracista en la Guerra de Sucesión, y Escocia, en 1707, con el Acta de la Unión, aunque las rebeliones jacobitas siguieron hasta 1746, cuando los highlanders fueron definitivamente derrotados en Culloden- y en ambas ha persistido un fuerte sentimiento de identidad nacional en el seno de un Estado poderoso, pero difieren en otros: mientras Cataluña, rica e industrial, aporta más a ese Estado, Escocia, agreste y pobre, es receptora neta de ayudas y servicios; mientras Cataluña no cuenta con recursos naturales de importancia, una Escocia independiente podría hacerse con los muy rentables todavía yacimientos de petróleo del Mar del Norte; y mientras, en fin, Escocia va a votar libremente su futuro, Cataluña ha de seguir bregando con un soberanismo torpe y unos líderes mediocres, por un lado, y con un gobierno central con la misma sensibilidad política que una tabla de planchar, por otro. Esa quizá sea la principal diferencia: un tratamiento distinto a un problema semejante.
Lo que nunca he entendido de este tipo de referendums (bastante atípicos, por cierto. No son la norma, sino la excepción en el mundo democrático) es que baste con el 50'01 % para decidir la independencia, cuando para cambiar algún punto de la Constitución (de la nuestra, porque en UK no tienen) hace falta mayoría absoluta y no únicamente mayoría simple. Dado que estamos hablando de un cambio drástico y probablemente traumático, parece lógico pensar que la mayoría tienen que ser tan amplia que permita afrontar las incertidumbres y vaivenes del nuevo escenario. En Canadá pensaron en eso de cara a su conocida Ley de Claridad, aprobada después del último referendum de Quebec.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo con Ud., herr Horrach: un hipotético referéndum por la independencia de Cataluña, o de cualquier otra nación del Estado, debería requerir una mayoría cualificada. Es una decisión de la suficiente trascendencia como para que se exija que un porcentaje significativo, especialmente amplio, de los ciudadanos la apoyen. Los canadienses fueron muy sensatos al establecerlo así en su caso, y las razones que exponen para fundamentarlo son compartibles. Es más: si ese referéndum se celebrara, yo exigiría que se previera también que, en caso de ser derrotada la propuesta independentista, no volvería a haber otro hasta transcurrido un tiempo prudencial, que puede ser de 25 o 30 años, para que la vida colectiva no estuviese permanentemente sometida a la amenaza de la ruptura. Es verdad que este tipo de consultas son infrecuentes, porque la lógica -y la inercia- de los Estados contemporáneos impone casi siempre su (enorme) peso, pero, como Ud. sabe, no imposibles: se han dado, varias veces, en lugares tan civilizados como Canadá y Puerto Rico, y en otros menos avanzados, quizá, pero no por ellos menos legítimos y aceptables, como Sudán del Sur, y dentro de tres días se va a celebrar uno más en pleno corazón de un país tan democrático como el Reino Unido. En todos ellos, por cierto, solo han votado los ciudadanos del territorio que pretendía separarse, porque solo a ellos incumbe determinar qué son y a qué entidad política entregan su adhesión.
EliminarLo de que se impone "el peso de los Estados" lo veo algo relativo, porque precisamente los Estados europeos, en los últimos tiempos, no se reafirman tanto en su soberanía como se la van cediendo a Bruselas. Lo llamativo del caso de Escocia, Cataluña, Padania o Flandes es que supone, conscientemente o no, una reacción contra la relativizació progresiva de las fronteras.
ResponderEliminarYo lo que veo relativo es la relativización de las fronteras, valga la paradoja. Y, si no, que se lo digan a los africanos que intentan saltar la valla de Melilla, a los que inundan Lampedusa en chalanas infectas o a los espaldas mojadas en los Estados Unidos. Es cierto que, en Europa -y solo en Europa-, hay un proceso de transferencia, siempre parcial, de la soberanía a una entidad supranacional, pero ningún Estado ha renunciado al núcleo duro de su capacidad decisoria. Yo creo que el camino adecuado es este, precisamente: la superación del Estado decimonónico en formas superiores de organización social, pero lo hemos de recorrer todos: no es justo decirle a quien quiere se independiente que no lo sea, y seguir siéndolo nosotros.
EliminarDesde luego, quienes por una miope y en el fondo reaccionaria anglofobia (o por simple alegría del mal ajeno) se alegrarían por la independencia de Escocia, no sabe uno si no se dan cuenta de que: 1) Sin Escocia, en UK gobernarán por largo tiempo los conservadores y además cada vez más alejados de Europa, con un más que probable ascenso del UKIP 2) Europa será prácticamente un coto privado de Alemania, pues Francia por sí sola no puede ejercer de contrapeso. Ojalá gane el "no" en Escocia y que esa tierra vuelva a ser laborista por antomasia.
ResponderEliminarYo también creo que las consecuencias políticas de la separación de Escocia serían negativas, aunque no hay mal que cien años dure: toda coyuntura política, en los países democráticos, es susceptible de modificación. Por otra parte, cuando la necesidad de refrendar una identidad propia ha alcanzado el nivel al que parece haber llegado en Escocia, son inútiles las consideraciones, digamos, internacionales. Qué más nos da, piensan muchos escoceses, que Alemania sea aún más fuerte, si nosotros hemos conseguido lo que queríamos.
EliminarDiscrepo en cuanto al comentario que hace de que Cataluña se integró en la monarquia española en la misma epoca que Escocia. Hay una diferencia notable, Escocia era un reino independiente y Cataluña estaba ligada desde hacia muchos años a la monarquia española. Otra cosa es el tema de los fueros y demas.
ResponderEliminarTanto Escocia como Cataluña estaban dinásticamente unidas a las monarquías inglesa y española, respectivamente: Escocia, desde 1603, cuando Jacobo VI hereda el trono de Inglaterra y se convierte también en Jaime I; y Cataluña, desde 1516, cuando muere Fernando II de Aragón, viudo de Isabel I de Castilla. La independencia de una y otra era antes una cuestión nominal que otra cosa, porque Cataluña, es decir, la Corona de Aragón en la que se integraba el Principado, conservó hasta 1714, como dice usted, sus "fueros y demás": cortes, leyes, instituciones políticas (la Generalidad, por ejemplo, se había creado en 1365), administración pública, derecho civil, moneda y lengua. Finalmente, los "fueros y demás" son lo más importante del asunto, porque representan la soberanía, esto es, la capacidad para adoptar las decisiones definitivas, y exigibles por la fuerza, en relación a la vida de la comunidad en un territorio determinado.
EliminarUn saludo cordial.