Hoy nos apetece llegar, en nuestro paseo vespertino, hasta speaker's corner, en Hyde Park. Es una buena caminata, así que nos lo tomamos con calma. Subimos desde King's Road, por South Kensington, hasta la iglesia de la Santísima Trinidad de Brompton, cerca del Museo Victoria & Albert. Los terrenos de la iglesia constituyen un océano de paz en pleno centro de Londres, uno de esos refugios de los ciudadanos agobiados por el ruido, el tráfico y las multitudes, que en esta zona, donde se concentran varios de los más importantes museos nacionales, son especialmente devastadoras. Uno rebasa el templo, de aires rotundos y sombríos, consagrado en 1829, y llega al camposanto, ahora acondicionado como plaza, con hierba, bancos de madera y abedules. Todavía se observa alguna tumba, como una, junto al caminito que divide la plaza en dos, que especifica que se trata de una "tumba privada", y en cuyas cuatro esquinas alguien pone, de vez en cuando, en homenaje o recordatorio también privado, sendas pilas de castañas. No dejan de sorprenderme estas burbujas de sosiego en el torbellino de la ciudad, estos rincones inmunes al tráfago urbano, donde uno convive con el silencio y se reencuentra con uno mismo; claro que, a lo mejor, no le gusta lo que ve, pero eso es lo que tiene la introspección, tan necesaria, pero tan peligrosa. Pero no todo es quietud: por debajo de tanta paz han circulado aquí malignas corrientes de energía. Durante la Guerra Fría, por ejemplo, los espías rusos utilizaban una pequeña estatua de San Francisco de Asís que se encuentra junto a una de las puertas de la iglesia para intercambiar mensajes. Por qué eligieron este lugar para comunicarse, no lo sé, aunque supongo que el hecho de que hubiera siempre tan poca gente aquí facilitaba las cosas. Ahora miro a San Francisco, tan bondadoso, tan fraternal, y su imagen adquiere connotaciones inquietantes. Más allá del recinto parroquial, salimos a unos mews, esos antiguos pasajes con almacenes y caballerizas que se ha convertido en las propiedades más caras de Londres. Los viejos establos son ahora casitas adosadas, que se benefician de que no haya tráfico, ni actividad comercial, ni casi transeúntes, salvo los propios vecinos. Las fachadas, rehabilitadas, luces colores pastel y, a menudo, mazos de flores y enredaderas, y por las ventanas se pueden ver interiores diseñados por decoradores, de espléndido mobiliario y televisores que parecen pantallas de cine. Los mews conforman, en pleno Londres, pueblos en miniatura, todos cuyos habitantes son millonarios. Ángeles mira las casas con admiración rayana en la envidia, y no deja de señalar cuáles le gustan más, una tarea ardua, porque todas le gustan mucho. Por encima de los mews de Ennismore -así se llaman los que hemos visitado hoy- se abre ya Hyde Park, con la explanada que acogió el Palacio de Cristal de la Exposición Universal de 1851. En el momento en que veo la placa que lo recuerda, recuerdo, a mi vez, que Whitman canta, en uno de los poemas de "Canto a la exposición", con fe inquebrantable en la innovación y el progreso humanos, a esos palacios "altos y hermosos" que presidieron aquellas grandes ferias de la industria. Cruzamos la enorme explanada, desde donde observamos el Albert Memorial encendido por el sol poniente, y damos al Serpentine, el hermoso lago de Hyde Park, que bulle de gente y de patos. Los árboles empiezan a otoñar: en los verdes animosos del verano se inmiscuyen ahora esmeraldas graves o tintes aceitunados, y muchos extienden a los pies una alfombra de hojarasca. Nos cruzamos con muchos españoles; durante un trecho, solo con españoles. Una mujer le dice a su marido: "Sí, nos bajamos en el Campo de las Naciones, y cogimos un taxi...". Y otra a su compañera: "Pero, coño, si el tío no tenía ni puta idea de aquello, no sabía nada de nada...". Se me hace extraño un lenguaje tan castizo en un lugar tan británico. Entre las aves, destacan los cisnes, cuyo caminar palmípedo por la orilla -las patas negras parecen botas- contradice su galanura en el agua. Hay muchos, y los escolta una turbamulta de otros ánades: patos, gansos, pollas de agua y hasta una garza, que está quieta en el agua, como un estilete curvo, y de repente alza el vuelo, a ras de superficie, hasta perderse en la arboleda de la otra orilla. Speaker's corner, el destino que hemos elegido, en el extremo noreste del parque, junto a Marble Arch, no queda cerca: hemos de atravesar todo Hyde Park para alcanzarlo. Pero nos gusta contemplar las irisaciones del crepúsculo en el estanque y la suavidad con la que se difuminan las cosas bajo la luz que huye. En el barrio al norte de Hyde Park vive una importante comunidad musulmana, y eso se nota en el parque: grupos de mujeres, encapsuladas en túnicas negras, llenan las tumbonas o pasean con las hijas, que, con la cabeza también cubierta, ya apuntan maneras. Ángeles se irrita por tanta presencia espectral, y yo tampoco puedo decir que me encuentre cómodo. Alcanzamos por fin el Rincón del Orador, donde a esta hora, casi de noche, ya no hay ninguno. Algunos sitúan el origen de este lugar como tribuna pública en el hecho de que aquí se encontrasen las horcas de Tybum, una aldea medieval, y que se permitiese a los condenados pronunciar sus últimas palabras. Desde la década de los 70 del siglo XIX, como mínimo, speaker's corner ha sido un lugar privilegiado para la exposición de ideas, de cualesquiera ideas, y a él se han acogido, sobre todo, los movimientos obreros y socialistas: Karl Marx, George Orwell, William Morris y el mismísimo Lenin han perorado aquí. No todo puede decirse, sin embargo: la libertad de expresión está garantizada, siempre y cuando no se viole la ley -no se incite al asesinato, por ejemplo- ni se utilice un lenguaje ofensivo, es decir, insultante. Paradójicamente, no se permiten manifestaciones públicas en el resto de Hyde Park, ni en los demás parques de Londres. Lo que en el speaker's corner puede decirse, en cualquier otro punto del parque puede conducir a tu detención.
No hay comentarios:
Publicar un comentario