domingo, 14 de septiembre de 2014

Cambridge y el Museo Polar

Volvemos a Cambridge para cumplir algo que Ángeles ha querido hacer desde que visitamos la ciudad por primera vez, hace casi un año: ir al Museo Polar, donde se ofrece al público una amplísima información sobre la llamada "edad de oro de la exploración polar" (1895-1925). Ángeles es una apasionada de los exploradores de los hielos, y algo así es obligado. (Me sorprende que lleve tantos años conmigo, cuando la única exploración de los hielos que yo soy capaz de hacer es la de encontrar los cubitos en el congelador para enfriar el gazpacho). Lo primero que veo al salir a la calle, desde la estación de tren de Cambridge, es a un joven con gorra, camiseta deportiva y una botella de Moët Chandon debajo del brazo: la cosa promete. (O bien Moët Chandon ha caído muy bajo: antes solo podían comprarlo, como mínimo, los propietarios de un Rolls). Más allá nos impresiona el aparcamiento de bicicletas: cientos, quizá miles de bicis, se apilan en los espacios ideados para ellas. Junto al Museo, al que llegamos pronto, se encuentra la Iglesia de Nuestra Señora y los Mártires Ingleses, cuyas vidrieras, coloristas, minuciosas, nos admiran. El edificio que alberga el Museo data de 1934. En el jardín de entrada, a la izquierda, hay una airosa estatua de un varón desnudo con la cabeza echada hacia atrás y los brazos en cruz. En la peana consta inscrito un fragmento del introito de la Misa de Difuntos: lux perpetua luceat eis: "que una luz perpetua los ilumine". Lo único que no me cuadra del hermoso homenaje es que la figura esté desnuda: con el frío que debía de hacer en la  Antártida. La entrada es gratis, y el vestíbulo nos saluda con esplendidez: dos cúpulas, delicadamente pintadas con una amplia gama de verdes, blancos, azules y dorados, representan el Polo Norte y el Polo Sur, y en ambas se han inscrito los nombres de los exploradores respectivos más destacados, y dibujado los barcos en los que acometieron su empresa. Sosteniendo las cúpulas, que pujan como dos senos historiados, se disponen varios capiteles con representaciones de osos, en el caso del Polo Norte, y de pingüinos, en el del Sur. Y en el suelo advertimos un mosaico de estrellas, que representan las constelaciones de los polos, encabezadas por la Cruz del Sur. El Museo no es grande, pero concentra una notable cantidad de información y de objetos pertenecientes a los exploradores de los que habla. Dos destacan por encima de los demás: Ernest Shackleton y Robert Scott, cada uno de los cuales protagonizó varias expediciones polares. Lo curioso del caso es que todas fracasaron. Ello no ha impedido (es más, probablemente ha favorecido) que sigan siendo hoy ejemplo de arrojo, incluso de heroísmo, y de espíritu de superación: el fracaso dora de romanticismo lo que, de haber triunfado, habría sido solo un ejemplo de eficacia. De Shackleton ya he hablado en este diario, pero en el Museo me entero de algunas cosas más. Por ejemplo, que el lema de su familia era fortitudine vincimus, muy cercano al principio vital que tantas veces proclamó Camilo José Cela (y que tan adecuado es cuando se dedica uno a las letras en España): el que resiste, gana. No es de extrañar que el bergantín en el que realizó su periplo más desmesurado se llamase Endurance, "resistencia", aunque no resistiera el invierno antártico y acabara deshecho entre los témpanos del Mar de Weddell. Toda su tripulación, en cambio, con Shackleton a la cabeza, soportó naufragios, derivas oceánicas, aislamientos en el hielo, travesías inenarrables, noches eternas y rescates portentosos, y todos volvieron a casa para contarlo. Lo de Scott acabó en tragedia, aunque luego se haya convertido en mito. La mala suerte signó el destino de su expedición, en 1912: alcanzó el Polo Sur solo 35 días después que su rival en la carrera por alcanzar el punto más alejado del globo y el único sitio que aún no había sido hollado entonces por el hombre, el noruego Roald Amundsen. Y digo "solo" porque, en aquel mundo de comunicaciones esforzadas, cuando no imposibles, 35 días no debían de ser nada: apenas un suspiro. Aún peor fue el regreso: Scott y lo que quedaba de su expedición murieron a apenas 20 kilómetros del campo base uno, en el que les esperaban vituallas y calor. Lo que más sobrecoge de lo expuesto en el Museo son los diarios del propio Scott y los demás miembros de su partida: su frialdad -un sustantivo que casa muy bien con las circunstancias que los rodeaban-, su entereza, el estoicismo con el que hablan de una muerte próxima, o ya presente. De Lawrence Oates, el oficial enfermo que abandonó la tienda para que sus compañeros dejaran de cargar con él, con su frase inmortal: "voy a salir, y puede que tarde un rato", escribe Scott el 17 de marzo: "Sabíamos que era el acto de un hombre valiente y de un caballero inglés. Todos esperamos llegar al fin con ese mismo espíritu, y, sin duda, el fin no está lejos". Scott dirige la última carta que le escribe a su mujer "a su viuda". Y en una de sus últimas anotaciones, que el museo ha reproducido en una pared del vestíbulo, de forma que sea lo primero que lean los visitantes, habla de sí mismo, y de todos, como si ya estuvieran muertos: "Si hubiéramos sobrevivido, habría tenido algo que contar sobre la dureza, la resistencia y el valor de mis compañeros, lo que habría enardecido el corazón de todo inglés. Ahora solo podrán contarlo estas torpes notas y nuestros cadáveres". En la última entrada de su diario, garabateada el 29 de marzo, leemos: "Es una pena, pero creo que ya no puedo escribir más. Por el amor de Dios, cuidad de nuestra gente". Nos despedimos del Museo comprando algunos libros sobre las aventuras de Shackleton y Scott, una jarra con diversas clases de pingüinos y una postal con los cinco protagonistas de la malhadada expedición tomada dos meses antes de que murieran en el hielo, y mientras pagamos observo que el Museo anuncia también "La musa polar", un programa de lecturas de poesía. Es verdad: ¿por qué el Museo de la Ciencia de Barcelona, por ejemplo, no celebra actos o lecturas literarios? Quedamos a comer con Dacia Viejo-Rose, la investigadora del patrimonio arqueológico mundial que trabaja en la Universidad de Cambridge, y de la que nos hicimos amigos al poco de llegar a Inglaterra. Lo hacemos en un restaurante de Sri Lanka: nunca hemos comido en un establecimiento ceilanés. La comida es muy picante y el camarero se descojona de risa cuando le pregunto si tienen cervezas esrilanquesas, no sé si porque son musulmanes, o porque desconfía de la capacidad de su país para destilar un buen caldo. A la salida del local, compro en una librería espléndida -entre las muchas que, por razones obvias, hay en esta ciudad- una traducción de la poesía de San Juan de la Cruz, hecha por Roy Campbell, el poeta sudafricano, uno de los pocos escritores que dio apoyo a Franco en la Guerra Civil española. Luego vemos la Iglesia Redonda, una extraordinaria construcción del s. XII, detrás de la cual se encuentra el Sindicato de Estudiantes. Dacia nos introduce en la sala de debates -el debate público es algo muy consolidado en la cultura anglosajona; en España preferimos el insulto público y, cuando esto no basta, la guerra civil-, donde se discuten periódicamente toda suerte de asuntos científicos, políticos y sociales. Los asistentes deciden por fin quién ha ganado la discusión saliendo de la sala por una puerta en la que pone "no" y otra en la que pone "sí". (Al otro lado de las puertas, como es lógico, hay alguien que lleva el recuento). Salimos después a pasear por las afueras: vemos las muchas barcas que se deslizan por el río Cam, impulsadas por expertos pertiguistas, aunque alguno no lo es demasiado todavía, como al que se le queda clavada la vara en el fondo limoso del río y ha de esperar, inerme, a que algún navegante la arranque de allí y se la devuelva. El tráfico de barcas es peor que el del metro en hora punta: muchas chocan, o se rozan, y no faltan las discusiones. A su alrededor, los puentes de piedra -o de madera: el "puente matemático" también está ahí- contemplan la escena con impasibilidad milenaria, y los sauces llorones derraman sus lágrimas verdes hasta el agua misma, como si lamentaran aquellas discordias. En el camino que discurre por los prados que rodean la ciudad, y por el que nos dirigimos ya a la estación del ferrocarril, nos cruzamos con dos vacas y un violinista. Las vacas lo han ocupado como si fueran hindús, y nada parece capaz de moverlas de allí. Cuando paso al lado de la segunda, gira brevemente la testuz, me mira con ojos esféricos y desconfiados, y azuza mi movimiento con un vigoroso meneo de cola. Esquivo su latigazo y las plastas negras, rotundas, que ha sembrado a su paso, y doy con el violinista, que ensaya sus movimientos en un banco cercano. También hay unas colmenas que, como las vacas, pertenecen a la Universidad, pero a esas prefiero no acercarme. El paseo concluye en la estación, a poca distancia de una casa en la que una placa recuerda que se refugiaron 29 niños vascos entre enero de 1938 y noviembre de 1939. Dacia ha conocido a dos de ellos, que se casaron con inglesas y todavía viven en Cambridge. Tengo que averiguar si fue aquí, ayudando a los refugiados, donde trabajó Cernuda al principio de su exilio en Gran Bretaña.

4 comentarios:

  1. Casualidad: acabo de hacer una parada en la lectura del libro de Alice Munro que tengo entre manos para leer tu entrada, justo antes de empezar el siguiente cuento titulado "Amundsen".
    A propósito de lo que cuentas, Cherry-Garrard fue miembro de la expedición de Scott. A su vuelta, escribió "El peor viaje del mundo". El libro es estremecedor, y las páginas que relatan el viaje en pleno invierno en busca de un huevo de pingüino de Adelaida rivalizan con "La narración de Arthur Gordon Pym", con el agravante de que son reales. Imagino que Ángeles lo ha leído y si no lo ha hecho, ¡que salga corriendo a por él!
    (Por cierto, me lío con las fechas de tus entradas: si lo que has escrito hoy ha sucedido hoy, y lo de ayer, ayer, eso significa que hoy cumples años. ¿Estoy en lo cierto? Espero acertar entonces al felicitarte. Abrazo y tirón severo de orejas)

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    1. Antonio querido: tú mismo le prestaste "El peor viaje del mundo" a Ángeles, y le gustó mucho. La exploración polar es, sin duda, fascinante.

      No: lo que he escrito hoy sucedió ayer (aunque lo haya escrito en presente), y lo que escribí ayer, anteayer. Así lo hago siempre. Pero el dato de mi cumpleaños es correcto: es hoy, 14 de septiembre. Muchas gracias por la felicitación y por el tirón de orejas, que sé que no es con mala intención.

      Abracísimos.

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