Me sumo a los homenajes rendidos al centenario Nicanor Parra con la reseña que publiqué en Letras Libres con ocasión de la aparición de su poesía completa en 2011:
La poesía de Nicanor Parra constituye uno de los episodios más singulares de la literatura en castellano del siglo XX. Con Poemas y antipoemas, publicado en 1954 —al que seguirá Antipoemas, en 1960—, Parra se alza contra una lírica gobernada por las sinuosidades postmodernistas de la nobelizada Gabriela Mistral y, sobre todo, contra la «poesía de pequeño dios/ La poesía de vaca sagrada/ La poesía de toro furioso» de la tríada de grandes autores chilenos de vanguardia: Pablo de Rokha, Vicente Huidobro y Pablo Neruda. El tercero fue el objeto central de su disensión, al tiempo que de su admiración y de buena parte de su educación poética: «Hay dos maneras de refutar a Neruda», escribe en Discursos, «una es no leyéndolo, la otra es leyéndolo/ de mala fe. Yo he practicado ambas,/ pero ninguna me dio resultado». Frente al idealismo creacionista de Altazor, la cósmica iconoclasia de Rohka y el vozarrón telúrico del gigante de Parral, que parecían haber devorado, o vuelto intransitables, los estratos más humildes, más ciudadanos, de la comunicación, Nicanor Parra aboga por una poesía diurna —así se llamaba el grupo poético al que se adscribió a finales de los años 30: «Poetas del amanecer»—, antimetafórica, plantada en tierra firme, como expone en «Manifiesto»: esa poesía como se habla que ya había reclamado Juan de Valdés en el Renacimiento, y que ha encontrado en los poetas contemporáneos en lengua inglesa —bien conocidos por Parra, residente varios años en Inglaterra y los Estados Unidos— constantes defensores, como Auden o Ezra Pound y su «poetry as speech». La poesía de Parra se presenta, así, como lo contrario a la poesía: como antipoesía, aunque a lo que se opone, en realidad, es al estuco de la elocuencia, a la palabrería sin hueso, al «paraíso del tonto solemne». Esta lírica a la contra ofrece un carácter detergente, burlesco, desacralizador: ensancha sus códigos, sus hábitats, sus osadías, lo que puede decirse y lo que no, que es nada, o apenas nada. Entronca, de este modo, con ciertas tradiciones heterodoxas de la literatura occidental, desde los goliardos hasta el dadaísmo, pero no renuncia al influjo de aquello contra lo que se rebela: el romanticismo, que fortifica de sentimiento no pocas de sus composiciones; el existencialismo, presente en la obsesión por la muerte y una desesperación combativa, cruelmente optimista; o el surrealismo, que subyace en muchas de sus imágenes y, sobre todo, en el impulso disparatado que las anima. Lo mismo puede decirse de aquellas escuelas que se dicen inspiradas o continuadoras de la poesía parriana: es verdad que muchos de sus rasgos pueden identificarse en la llamada poesía de la experiencia en España —el encomio de la claridad, la contención elocutiva, el relato de lo cotidiano—, pero los versos del chileno no son nunca banales, ni aburguesados, ni manieristas. Por el contrario, revelan un latir vigoroso, una inmediatez rezumante de verdad, aunque a menudo resulte brutal. Pero esta brutalidad los hace aún más verdaderos: cuando escribe, por ejemplo, que detesta que los nietos se le echen en brazos, como si fuera «un viejito pascuero/ ¡puta que los parió!» (aunque en otro poema se extasíe contemplando a su nieta jugar en el jardín), o que «mear es hacer poesía/ tan poesía como tañer el laúd/ o cagar o poetizar o tirarse peos», o presenta fotografías de todos los presidentes del país colgando de una soga en «El pago de Chile», una instalación de «Obras públicas» (2006). La irreverencia de Parra linda al norte con el exabrupto y al sur con la obviedad, pero no es nunca artificiosa: se trata de una provocación asentada genuinamente en el desacuerdo, fruto de un espíritu irreprochablemente crítico. Uno simpatiza, en particular, con su permanente impugnación de Dios y su incisivo anticlericalismo, una actitud muy corajuda en un país tan católico como Chile. En una de las composiciones de «Cartas del poeta que duerme en una silla», incluido en Obra gruesa (1969), plantea una duda elemental, que la Iglesia no ha sabido despejar en dos mil años de fatigosas teologías: «Cuesta bastante trabajo creer/ En un dios que deja a sus creaturas/ Abandonadas a su propia suerte/ A merced de las olas de la vejez/ Y de las enfermedades/ Para no decir nada de la muerte»; otras veces es divertidamente sacrílego: «Cordero de dios que lavas los pecados del mundo/ Déjanos fornicar tranquilamente». Pero Parra fustiga a todos: al capitalismo y al comunismo, a la policía y a los manifestantes, a los poetas sacerdotales y a los malos escritores; y, cumpliendo el primer mandamiento del buen satírico, a sí mismo. En el ya citado «Cartas del poeta que duerme en una silla», escribe esta antítesis autoimprecatoria: «Me da sueño leer mis poesías/ Y sin embargo fueron escritas con sangre». Y en el discurso con el que agradece los homenajes que se le rinden al cumplir ochenta años, hace este «balance patriótico»: «Saldo a favor: cero. Saldo en contra: cero. Lolas por explorar: cero. Discípulos incondicionales: cero. Dientes delanteros: cero. Premios Nóbel: cero. Potencia sexual: cero. Total: cero. Perdonen, señoras y señores. Un peso muerto para la sociedad». Sin embargo, en las bodegas del satírico hay siempre un moralista y, por consiguiente, causas que suscitan su adhesión: las de Parra son el lenguaje llano, el antidogmatismo y, desde mucho antes de que se convirtiera en un movimiento universal, el ecologismo. Su defensa se ejerce por medio de una palabra enérgica hasta la imprudencia, acidulada por el humor, elaboradamente espontánea, a veces campesina y siempre pragmática, con un pragmatismo entre quevediano y anglosajón. El tono conversacional se refuerza mediante la interpelación constante al lector: Parra le hace preguntas o le da órdenes, esto es, entra y sale del poema, como si lo estuviera escribiendo en ese mismo instante con el concurso necesario de su receptor. Sus textos recurren también a la enumeración paradójica, es decir, a la acumulación de enunciados discordantes, pero que, en su íntima adversación, forjan una nueva realidad, tan desconcertante como magnética: «Qué es un antipoeta», escribe en «Test», «Un comerciante en urnas y ataúdes?/ Un sacerdote que no cree en nada?/ Un general que duda de sí mismo?/ Un vagabundo que se ríe de todo?...». Los aforismos jocosos que recorren la obra de Parra desembocan, en la última fase de su producción, en un poesía visual muy corrosiva, cuyas primeras manifestaciones encontramos en Artefactos (1972), pero que prosigue en Chistes parra desorientar a la policía poesía (1989) o en «Obras públicas», entre muchos otros trechos de su producción. La impecable edición del segundo volumen de sus Obras completas & algo +, correspondiente al periodo 1975-2006, concluye la aventura editorial iniciada en 2006, con la aparición del primero, pero no pone fin a esta poesía juvenil e interminable, abofeteante y universal.
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