Ayer me pasé todo el día escribiendo. No sé si fue un buen o un mal día. Supongo que fue bueno, porque ese es mi trabajo, eso es lo que hago y lo que quiero hacer. Al final, tantas horas dedicadas a una sola tarea parecen configurar un solo bloque, una continuidad sin alteraciones ni fisuras. Y, sin embargo, ese tiempo no es una monodia, sino una sinfonía; no es único, sino que está compuesto por movimientos muy distintos: cada proyecto genera un ritmo diferente. Siempre empiezo el día con la redacción de la entrada del diario. (Aunque no siempre es así. A veces, las obligaciones de la vida cotidiana me impiden hacerlo, y tengo que dejarlo para después. Pero, si nada me estorba, la bitácora inaugura, de buena mañana, mi actividad). El blog requiere agilidad en los dedos: no es algo en lo que pensar mucho, sino un relato dinámico de cosas ya sucedidas, o ya sentidas. Un diario no se puede urdir con sesudas consideraciones: su perfil ha de resultar natural, fresco, inmediato; así, al menos, lo concibo yo. Yo soy un hombre de mañanas, y seguramente me ayuda que lo escribo cuando estoy más despejado, pero también he tomado la determinación de no entretenerme con él. La historia debe fluir, debe salir de la yema de los dedos, de la memoria cercana. Su ritmo es, pues, constante, alegre, ligero, y el sonido de las teclas del ordenador -aunque amortiguado, ay, en comparación con aquel, frenético y rotundo, de las máquinas de escribir- debe materializar ese ritmo. El diario ha de parecerse lo más que pueda a la vida, y la vida no se detiene: es un flujo desestructurado, imperfecto, en el que todos vamos a la deriva, o debiéramos ir. Tras el blog, me dediqué ayer a pasar a limpio las notas de nuestro viaje a Lanzarote. No escribo esa narración con el propósito de publicarla, por lo menos de momento -tampoco sé a quién podría interesar-, sino para ordenar una experiencia memorable, o quizá, precisamente, para que sea memorable: para salvarla del olvido. Olvidar es relativo. El cerebro conserva un depósito de recuerdos que no desaparecen de golpe, sino que hibernan, que se aduermen en las circunvoluciones menos visitadas del córtex, hasta que, por alguna asociación de ideas o estímulo sensorial, se obra el prodigio de despertarlos. Tengo comprobado que, si leo algo que me ha sucedido, pero que se me ha borrado de la conciencia, mucho tiempo después de que me haya sucedido, ese algo se me aparece en la memoria como una imagen intacta, con la viveza de lo reciente: no lo reconstruyo fatigosamente, con rendijas y lagunas, sino que aparece, pleno, nítido, como aparece una joya que ya ni siquiera sabíamos que guardábamos en un cajón antiguo, que abrimos al cabo de muchos años. Los recuerdos, en realidad, no se borran: siguen ahí, en algún lugar de nuestro interior, a la espera de que los revivamos. Por eso anoto en mis viajes todo lo que me sucede: para que no se pierda, para que no se entierre en el lodo del tiempo, y siga acompañándome. Esa tarea, digamos, de fijación requiere, a mi entender, de una mayor composición que el diario. La crónica de viajes también, en gran medida, es un diario, pero un diario más dilatado -unido a la experiencia temporal del viaje y a la espacial del lugar que hayamos visitado-, un diario en el que confluyen los sentimientos, la geografía y la historia, y eso exige un esqueleto más robusto, o, simplemente, un esqueleto. Escribo más despacio, pues, afinando lo que he visto, lo que hemos dicho. Hago pausas para verificar un dato o ampliar una información. Rememoro con minucia los lugares que hemos pisado y los cansancios que hemos padecido. Corrijo más, sin olvidar que un relato de viajes es, ante todo, un relato, y que en el relato no se funciona por palabras, como en la poesía, sino por bloques narrativos: escenas, descripciones, diálogos. Escribo, tras algún esfuerzo, un par de páginas más, que corresponden a una hoja apenas de mi moleskine de notas. A este paso, no acabaré nunca. Pero es lo que tiene la escritura (y, cuando es mala, también su lectura): que no parece que vaya a acabar nunca. Por fin, vuelvo a la poesía. Hacía muchos meses que no escribía un verso. Pero ayer lo hice. Supe que lo haría la noche anterior, cuando, acostado ya, algunas palabras no dejaban de tamborilearme en la cabeza. Los escribí, en efecto, a la mañana siguiente, y luego me quedé en blanco: ¿qué versos seguían a esos que tenía delante de los ojos? No tenía ni idea. El poema no se da nunca entero, y, a menudo, simplemente no se da. Me aferré, pues, a aquellas líneas trastabillantes, como quien se agacha para tomar impulso, o, mejor, como quien se sujeta a una raíz que sobresale de la pared para no caer en el precipicio. Entonces no hubo rapidez, ni fluidez, ni nada, sino solo un mirar hacia dentro, una lentitud oscura, que, poco a poco, se fue despejando en penumbra. Y otras palabras surgieron, de algún fondo desconocido, como un cuerpo emerge a la luz. Primero atrapé una, y luego otra, y, con una parsimonia desquiciante, fui trabando versos que no desdijeran de los primeros, de aquellos que había alumbrado en otra oscuridad, la del dormitorio. La composición de un poema está sujeta a la ruptura, a la contradicción y al azar, y siempre gravita sobre ella la amenaza del silencio. No hay continuidad en el discurso; o sí, pero es una continuidad enloquecida, una continuidad vertiginosa, un apresuramiento que excede la sintaxis, y que revierte en una mente alucinada. Escribir poesía supone pelearse con el lenguaje y, en ese mismo instante, penetrarlo con alborozo; o bien permanecer muchos instantes, muchos minutos, horas incluso, ante la página en blanco, donde las palabras se resisten a comparecer. El ritmo de los versos no se corresponde con el ritmo de su creación. Y el ritmo de su creación no es ritmo, sino hallazgo, estancamiento, impulso.
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