La principal diferencia entre ingleses y españoles no es el idioma, ni el clima, ni la comida, ni siquiera Gibraltar: la principal diferencia entre ingleses y españoles es la moqueta. No hay nada que agrade tanto a unos y que disguste tanto a otros. Para los ingleses, es una comodidad doméstica, que se explica por el clima húmedo y frío: arropa y da calor; permite ir descalzo y tumbarse agradablemente en el suelo (junto al perro). Para los españoles, y, sobre todo, para las españolas, es una cuestión de higiene, porque la moqueta atrapa la porquería como Urdangarín atrapaba sobres o Jordi Pujol, herencias. En cuanto un inglés tiene casa propia, zas, instala una moqueta. A muy pocos españoles, en cambio, se les ocurriría ponerla. En España, las moquetas están reservadas para las oficinas y los bancos. En los centros de trabajo, cuanto más gordo es el cargo que se ocupa, más gorda es la moqueta, quizá porque allí importa poco que se acumule la mugre, o porque la mugre forma parte consustancial del negocio. Pero, en la intimidad del hogar, no colocar moqueta es un acto de decencia sanitaria, una profilaxis elemental. Es paradójico que, siendo la moqueta tan importante en la cultura inglesa, no tengan un nombre específico para ella. Existe moquette, sí -un préstamo del francés-, pero se refiere solo a un tipo de tela, hecha de urdimbres superpuestas, que se usa en espacios muy concretos, como el transporte público: los asientos de los autobuses de Londres, por ejemplo, coloristas e indestructibles, están hechos de moquette. Pero la moqueta de las casas, ese peludo revestimiento textil que los ingleses acoplan a cualquier suelo, carece de nombre propio, y han de calificar el término "alfombra" para designarlo. Así, la llaman fitted carpet ("alfombra encajada") o wall-to-wall carpet ("alfombra de pared a pared"). Los españoles, en cambio, que tan poco la usan, sí tienen una palabra definitiva para ella, como la tienen para Drácula, la peste o el Holocausto. Una conversación entre españoles que hayan visitado el Reino Unido pasará, tarde o temprano, por la presencia -mejor, por la omnipresencia- de las moquetas, y se ponderará con especial énfasis su uso en los cuartos de baño y hasta en las cocinas. Qué agradable ahí, la moqueta, con sus fibras hirsutas, repeladas, ennegrecidas, con esas hebras mojadas por mil productos químicos y no menos secreciones corporales; qué fascinante considerar, mientras uno está sentado en la taza, leyendo melancólicamente alguna revista, la fauna que ha de habitarla, una prodigiosa mezcla de bacterias, arañas y ácaros, que son como dinosaurios diminutos, y detritívoros: en la selva de la moqueta, llena de restos orgánicos, están como el niño gordo de Charlie y la fábrica de chocolate en el río de chocolate. Y qué bonito también recordar que las moquetas pueden ser naturales, de lana o sisal, pero que más frecuentemente son de poliamida o polipropileno, nombres que a mí me hacen pensar en gusanos fusiformes o productos a cuyo contacto a uno se le cae la nariz o le crece un pene en el cogote. En la moqueta se enredan la inmundicia de los zapatos y las exudaciones de las mascotas: la baba de los perros y la orina de los gatos, en particular, forman un fabuloso cóctel amoniacal. A los españoles nos sorprende también la absoluta inadvertencia de los ingleses de nuestro desamor, incluso de nuestro escándalo, por la moqueta. Cuando se les informa de que en España no se usa, porque se nos antoja aparatoso y sucio -midiendo las palabras, eso sí: la moqueta es un elemento esencial de su identidad, y criticarla, como ultrajar a la monarquía, puede herir sus sentimientos nacionales-, nos miran con estupor. Sus ojos muy abiertos, es decir, todo lo abiertos que pueden estar los ojos de un inglés, revelan la sorpresa que les causa que algo tan agradable, tan común, algo tan evidente que ni siquiera lo ven, nos parezca a los extranjeros el colmo del recargamiento y la insalubridad: nunca se les habría pasado por la cabeza. La diferencia cultural, en punto a moquetas, es abismal. Una novelista española que conoce bien las Islas Británicas, y a la que eso no le impide estimarlas, iba a titular su próxima novela Moqueta. Por fin, según me dijo, no lo haría, aunque se me hace difícil encontrar un título mejor. Quizá mi próximo poemario, en lugar de El libro del exilio, como me ronda ahora por la cabeza, se titule Moqueta.
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