Ángeles se ha encontrado mal todo el día y no hemos podido salir a pasear por la ciudad, como solemos hacer los fines de semana. Tras muchas horas de estar sentado, necesito moverme un poco: me duele desde la raíz del pelo hasta la planta de los pies. Salgo a dar una vuelta por Battersea Park. No solemos visitarlo de noche: apenas hay iluminación, salvo en los paseos principales, y no se puede disfrutar del paisaje. Además, en algunas zonas es tan intrincado, que resulta fácil, a oscuras, perderse por los senderos. Quizá hoy, con luna llena, la visibilidad sea mejor, pero prefiero no arriesgarme. Voy, pues, hasta los pies del puente Alberto, y me dispongo a recorrer la gran avenida fluvial del parque, que se extiende casi un kilómetro hasta el puente siguiente, el de Chelsea. No hay mucha gente. Tampoco la hay de día. En muchos parques de Londres se da esa extraña situación: la de grandes extensiones de terreno, en las que apenas hay nadie, mientras que muy cerca, en las calles, ruge la marabunta. Enseguida veo pasar por el Támesis los barcos discoteca del fin de semana. Cuando llega el viernes, empiezan a surcar sus aguas, además de los barcos restaurante que lo hacen todos los días, las gabarras bailongas. Son chatas, pero suelen tener dos pisos: en el de arriba, la gente se retuerce al son de estruendos funkies; en el de abajo están el bar y los servicios. Me llama la atención el puñetazo intermitente de las luces azules y rojas, que impacta en la luminosidad mate de Chelsea y raja la lona de la noche. En el agua se reúnen esos destellos violentos y el reflejo de los faroles y edificios del Chelsea Embankment, al otro lado del río: los primeros son una perturbación; los segundos forman una columnata de luz. Pero tanto unos como otros aparecen enhebrados por los coches que pasan: son solo puntos fugaces, pero todos juntos conforman un hilo de lumbre, que los atraviesa sin cesar. No es difícil imaginar por qué este paisaje cautivó a Whistler o a Turner: la luz reblandecida, las formas oscuramente transparentes, la quietud salpicada de alteraciones cristalinas. El río está bajo hoy: a ambos lados, una pulpa de limo y piedras configura una playa imposible. Cuando los barcos pasan, las olas que levantan -sin espuma: un remedo domesticado de las olas marinas- mueren austeramente en esos lomos de barro. Battersea Park, una espesura negra, aparece recorrido por una malla de luces: los dos puentes, engalanados por miles de voltios; la tiesura eléctrica de los faroles y la fijeza circulante de los faros de los coches; los barcos y su destellar; la iluminación de los trenes que vienen sur hasta la estación de Victoria y que cruzan el Támesis con estrépito rectilíneo; las luces de los aviones que no dejan de sobrevolarnos; las de las bicicletas que no dejan de circular; las de los chismes que llevan los corredores que no dejan de pasar, y que miden sus pulsaciones, los niveles de glucosa, la distancia recorrida. Todo es tiniebla aquí, pero la claridad lucha por sobrevivir: oscuridad arañada por la luz. Llego, por fin, al puente de Chelsea, y me sitúo debajo de él. Hay un pasadizo que conecta los tramos del Thames Path a ambos lados de la construcción. Su inmensa mole me cubre como otro cielo, y yo observo las pequeñeces que la componen: clavos, cables, remaches, barras. Cambiar la perspectiva de lo que vemos es cambiar lo que vemos, y también cambiarnos a nosotros mismos. El puente me parece algo mucho más carnal desde abajo, más vulnerable, casi íntimo. Cuando lo estoy contemplando, pasa otro barco-boîte, cuyo estruendo amplifican sus pilares metálicos. Deshago el camino y vuelvo a Albert Bridge. Cuando alcanzo la Pagoda de la Paz, en el centro del trayecto, me cruzo con un mendigo viejo, rubio, pequeño, con coleta y mochila, que comprueba el estado de un banco, o quizá si está mojado: debe de estar preparándose la cama. No es un indigente llamativo: parece, más bien, un trotamundos. Aún no tiene la ropa hecha jirones, ni arrastra una bolsa enorme con sus cosas, ni los pies. Las madrugadas refrescan ya, pero todavía no es suicida dormir al raso. Dentro de algunas semanas, sin embargo, empezará el infierno invernal, y yo me preguntaré, otra vez, cómo sobreviven los sintecho a la intemperie. El frío, en lo más duro de enero, es aquí insoportable. Sigo caminando, y disfruto del sonido exacto de mis pisadas en la piedra. Paso junto a una pareja, apoyada en la baranda del paseo, que se masajea con fervor: prologan (o prolongan) el coito. Admiro la delicadeza y, a la vez, el vigor con el que las lenguas se abrazan, y recorren las bocas, por dentro y por fuera. Me cruzo también con una pareja de españoles: uno lleva el brazo por encima del hombro del otro. Hablan con admiración de lo que ven. Cuando llego a Alberto, dejo el paseo central y enfilo el camino que me llevará a casa, que discurre por entre plátanos centenarios. Reparo otra vez en la luna llena, que, tapiada hasta ahora, se asoma por fin a un balcón de nubes: sus hilachas la rodean, como un medallón, y el satélite brilla con una claridad satinada. Salgo ya del parque; poco antes, en uno de los quioscos que dan descanso al caminante, he visto a un grupo de jóvenes negros decir mucho fuck y urdir esas cosas que urde un grupo de jóvenes negros, en un parque de Londres, a las diez de la noche. La panda olía a ganja y alcohol. No se han fijado en mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario