Hoy me entrevisto con el delegado de la Generalidad en el Reino Unido. Ambos somos empleados de la Generalidad -yo, en excedencia- y resulta lógico que, en un momento u otro, nos reunamos para hablar de las cosas de la casa. La sede de la delegación está en Fleet Street, muy cerca de Old Bailey, el tribunal central penal de Inglaterra y Gales. Aunque el viaje en tren a Victoria solo dura tres minutos, tengo tiempo para leer la noticia que da el periódico Metro de las manifestaciones independentistas de la Diada. En realidad, con veinte segundos bastaría: les dedica 49 palabras. Estoy seguro de que la prensa de pago, tanto de derechas como de izquierdas, se ocupará del asunto con más amplitud, pero tampoco derrochará espacio con un tema que aquí pilla a trasmano. Bastante tienen con lo de Escocia. Cuando en Barcelona los independentistas me preguntan cómo se ve el proceso soberanista en el Reino Unido, siempre les contesto: apenas se ve. En Cataluña el referéndum, es decir, la independencia, ocupa todas las energías de la sociedad (por desgracia: las energías de la sociedad estarían mejor dedicadas a otros asuntos, como a luchar contra la corrupción, o contra la crisis, o contra la ineficacia de la Administración); aquí es un asunto local, de escasa, por no decir nula, importancia. En la misma página de Metro en la que se habla, minúsculamente, de las marches for independence, se consigna otra noticia que tiene, para mí, mayor interés: en Rubí, en la provincia de Barcelona, la policía ha tenido que actuar contra un entusiasta del porno duro duro de oído (no es errata: el porno era duro, y él, duro de oído), que martirizaba a los demás vecinos, a todas horas, con el volumen altísimo de las películas. Se conoce que el inmueble se llenaba de aullidos de lujuria que perturbaban la honesta cotidianidad de los rubinenses. La delegación está en un segundo piso de un inmueble muy antiguo, y solo se anuncia con una discreta placa junto a la puerta -que aparece rayada por una mano enemiga- y con una señera en la azotea, que únicamente se aprecia desde alguna de las calles que desembocan en Fleet Street. Al piso se accede por una escalera estrecha, pertrechada de la ineludible moqueta, y sus dependencias se limitan a tres despachos: uno es el del delegado y los otros dos contienen dos mesas con sendos funcionarios. No es, desde luego, la oficina fastuosa que asociamos con una embajada. En el debate sobre la necesidad o conveniencia de que las comunidades autónomas tengan oficinas de representación exterior -que es un fleco más del debate sobre la necesidad o conveniencia de las comunidades autónomas-, yo siempre he opinado que es positivo que haya alguna unidad específicamente encargada de la defensa de los intereses de las comunidades en los países donde crean más necesario defenderlos. Esos intereses pueden ser turísticos, culturales o empresariales, y no veo nada malo en que las mismas competencias exclusivas que las comunidades tienen atribuidas en España se proyecten en el extranjero. Con el delegado hablamos de estas y muchas otras cosas, aunque es obvio que su mayor preocupación, en estos momentos, es política: las buenas relaciones que siempre se han mantenido con las instituciones británicas y con su clase dirigente están atravesando una fase de invisibilidad o, por lo menos, de disimulo: siguen existiendo, pero los ingleses no quieren que se note, no sea que la embajada española interprete que prestan apoyo -o siquiera atención- a los separatistas. Los ingleses, como es lógico, se preocupan más por el estado ya constituido que por el estado que podría constituirse. La lucha diplomática, trasunto de la lucha política, se ha plasmado recientemente en un hecho deplorable: la prohibición, dictada por la embajada en Holanda, de que el Instituto Cervantes de Utrecht albergara la presentación de la traducción al holandés de la novela Victus, de Albert Sánchez Piñol. Aunque en el Reino Unido algo así no ha sucedido, las tensiones existen, y se manifiestan en un soterrado combate por la presencia pública y por la influencia en el establishment. Cuando acabamos de charlar, el delegado me acompaña a la salida, y me cuenta que, pese a la cortedad de su presupuesto, han tenido que instalar medidas de seguridad -puertas reforzadas, cámaras de vigilancia-, porque han sufrido intrusiones y pintadas. Me asusta esta eclosión de la violencia. Me asusta, aquí y en todas partes, que la gente irrumpa en el debate político con una ganzúa y un bote de spray en la mano, porque la ganzúa y el bote de spray en la mano probablemente antecedan al garrote y la pistola. Cuando ya he salido de la delegación, pero aún no he alcanzado la calle, observo otra dependencia del inmueble en cuya puerta consta escrito: Prince Henry Room. Así, sin más. Y me pregunto: ¿la habitación del Príncipe Enrique? ¿Qué príncipe Enrique? ¿Qué extraña habitación es esta? Ya en Fleet Street, me entretengo paseando por el barrio que la separa del Victoria Embankment. Se concentran allí infinidad de despachos de abogados y de firmas legales, a menudo ocupando antiguos edificios que ya se dedicaban a la fatigosa tarea de pleitar hace tres o cuatro siglos. Los edificios, a su vez, se disponen en torno a patios o plazas recoletos, con jardines y enredaderas, y es sorprendente que haya rincones tan sosegados como estos a tan poca distancia de una vía tan turbulenta como Fleet Street, con sus juzgados, sus bancos, sus dependencias oficiales y su tráfico. En la ventana de un inmueble de oficinas, veo un cartel: Don't feed the barristers, "no dé comida a los abogados", como se dice en los parques de las ardillas y los patos. En una plazuela en cuyas paredes se acumulan escudos de armas e inscripciones en latín, dos barrenderos hablan en español, mientras limpian perezosamente el embaldosado de hojas; y uno de ellos, por cierto, se caga en el imperio británico. Doy a otra plaza en cuyo centro se ha asentado una furgonetilla de tres ruedas, que es, en realidad, un cafetín. El dueño ha levantado el capó de la parte trasera, y allí está la cafetera, grande y refulgente como la de cualquier bar. Todo en el negocio parece italiano: en la carrocería del escúter se ha inscrito Caffè Piaggio, o algo así, y el cartelón de productos enumera: espresso, machiatto, caffè latte, capuccino, pero el dueño tiene aspecto -y acento- de Wolverhampton. Como hace buena mañana, me siento en una de las sillitas del ingenioso local, me tomo un café con leche y leo El País, donde la información sobre las manifestaciones de ayer ocupan varias páginas y el editorial. Pero prefiero ver a la gente, que pasa despacio, disfrutando de un sol amable, o tomando fotos de las fuentes y las iglesias. Por fin, para coger el metro en la estación de Temple he de atravesar los jardines del mismo nombre, un pantalla de vegetación que absorbe el ruido -y el caos- del Victoria Embankment. Aunque son muy pequeños, mucha gente se ha refugiado en ellos: leen el periódico o se toman un lunch frugal, a base de bocadillos o fruta. Los jardines también albergan varias estatuas: una es la efigie de John Stuart Mill, el gran economista y teórico del utilitarismo; otra está dedicada a lady Henry Somerset, filántropa y sufragista, presidenta de la Asociación por la Abstinencia, una entidad que siempre ha tenido mucho trabajo en Gran Bretaña. Como corresponde a la causa, la estatua preside una fuente de agua clara.
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