Hoy, supongo, toca hablar de la Diada, aunque la verdad es que me tranquiliza mucho no estar en Barcelona. Para alguien alérgico a las causas y a las multitudes, tal como están las cosas, este debe de ser uno de los peores días del año. Nada se me antoja más horrible que sumarme a una muchedumbre vociferante, que avanza apenas por las calles, que se ve bombardeada a cada instante por esa negación del pensamiento que es el eslogan, y cada uno de cuyos integrantes se ve aborregadamente reconfortado por la sudorosa pero cuatribarrada presencia de todos los demás. Tampoco, desde luego, me atrae el otro lado de la moneda: políticos peperos y upeideicos, periódicos derechistas y cavernas próximas al fascismo vomitando insensateces o reclamando la perentoria actuación de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, cuando no del ejército, contra los nazis separatistas, y contramanifestaciones unionistas, en las que también se gritan eslóganes y también se experimenta el calor del establo, aunque esta vez rojigualdo. Hasta mi madre está contenta, por una vez, de que esté en Londres, porque así no me veo envuelto en este choque de disparates. Mi madre, como tantas otras personas de su generación, conserva un miedo muy arraigado a los conflictos civiles: no en vano ha vivido uno, terrible. Y todavía lamenta que opine públicamente, que me exponga en manifestaciones, que me vea atrapado por la lucha partidista y cainita, que me oponga, en definitiva, al poder, porque eso podría volver a acabar en paseos de madrugada y checas en los sótanos de cualquier edificio. Yo me esfuerzo en tranquilizarla diciéndole que el país ha cambiado, que ahora se puede hablar con libertad, que ya no se mata a nadie por ser rojo o católico. Pero, en mi fuero interno, a la vista de cómo está el patio, no las tengo todas conmigo. Las dos Españas -que ahora son la España que quiere seguir siéndolo y la que no- continúan ahí, helándonos el corazón. La Diada recuerda la capitulación de Barcelona y la derrota definitiva de la causa austracista en la Guerra de Sucesión española, en virtud de la cual se abolieron los fueros y constituciones de Cataluña, y, con ellos, las instituciones propias, heredadas de la Corona de Aragón, y se incorporó plenamente su territorio al derecho y la soberanía españoles. Curiosamente, la capitulación no se produjo el once, sino el doce de septiembre. El duque de Berwick, al mando de 30 000 franceses, tras un asedio de las fuerzas felipistas de dieciocho meses e intensísimos bombardeos en las semanas precedentes, había conseguido por fin abrir brecha en las murallas de Barcelona y lanzado al asalto a sus dragones y granaderos. Pero los defensores, aunque solo eran 6.000, no eran mancos; el primer ataque, a mediados de agosto, fue repelido: Berwick perdió a 900 hombres en el intento. Pese al revés sufrido, el duque ofreció a los catalanes una capitulación honrosa. Estos contestaron que solo depondrían las armas si se respetaban sus fueros. El duque, obviamente insatisfecho con la respuesta, siguió martilleando la ciudad con su artillería, y abrió nuevas brechas, esta vez en los baluartes de Llevant y Portal Nou, que resultaron definitivas. En la madrugada del 11 de septiembre, sus tropas se lanzaron de nuevo contra la ciudad y consiguieron, por fin, penetrar en ella, pese a la desesperada resistencia de los barceloneses, a los que intentaron galvanizar el conseller en cap Rafael Casanova y otros miembros de la nobleza enarbolando en las almenas las banderas de Santa Eulalia y de San Jorge. Pero a las seis de la mañana, la batalla estaba decidida. Berwick, con su proverbial generosidad, cursó un ultimátum: si en seis horas la ciudad no se había rendido, pasaría a todos sus habitantes a cuchillo. Se comprende que el general Villarroel -Casanova había sido herido en el combate final y no podía tomar decisiones- iniciara poco después las conversaciones de paz. La capitulación oficial llegó, como he dicho, al día siguiente, y hasta hoy. Yo he participado en una sola manifestación de la Diada: la del 11 de septiembre de 1977, aquella que reunió en las calles de Barcelona a un millón de personas. Fue uno de los acontecimientos ciudadanos más importantes de la Transición. Yo tenía quince años. Recuerdo que acudí con un amigo de clase, José Manuel Fernández Préjano, un hijo de riojanos -como yo era hijo de aragoneses- que había hecho, por rebeldía, del catalanismo una causa personal, y que ya entonces acariciaba la idea de la independencia: Visca Catalunya lliure i independent! fue uno de los gritos más coreados, por él y por casi todos los manifestantes (y no descarto, lo confieso con compunción, que yo también lo profiriese). Pese a ello, el sentido de aquel movimiento era antidictatorial: no se reivindicaba tanto la secesión como la oposición a un régimen sórdido y represivo, cuyo jefe había muerto, pero que aún impregnaba las estructuras del Estado y condicionaba su actuación política. Luego, por decantación de un carácter individualista, pero también por ese impulso moral que me lleva a discrepar de cualquier unanimidad, más aún, de cualquier opinión en la que más de tres personas estén de acuerdo, no he vuelto a sumarme a ninguna otra celebración. Hoy veré desde lejos lo que ocurra en Barcelona (y en Madrid) con tranquilidad, pero también con sentimientos encontrados. Me gustaría (aunque sé que no sucederá) que la manifestación sirviera para hacer entender al resto del país que el sentimiento de muchos catalanes de pertenecer a una comunidad política distinta no es el fruto de la manipulación educativa o los conchabamientos partidistas, sino de una historia singular y la proyección de una identidad genuinamente vivida, y que, si queremos seguir viviendo juntos, y aportando cada cual a ese fondo común lo mejor que tengamos, en beneficio de todos, merece, no el rechazo o la incriminación, sino una acogida favorable, una incitación a la fraternidad. Pero también me gustaría que los manifestantes de hoy, y los que no se manifiestan, pero comparten sus ideas, abrazaran esa fraternidad, creyeran en la realidad -y en los beneficios- de un país unido, y abandonaran la pelea por la pequeñez, por la división, por la ruptura de los vínculos, por la excitación local, por la minucia y la mediocridad de sus líderes, por los intereses tácticos de algunos y la desorientación existencial de muchos; que dejaran, en fin, de sentir miedo por la realidad presente y de buscar consuelo y refugio frente a la crisis en una separación que no es consuelo de nada, excepto de la propia inseguridad, ni refugio de nada, salvo del propio desconcierto.
Muy interesante la entrada de hoy. ¿Has leído la novela "Victus"? Yo la tengo sobre la mesa como pendiente... pero no me acabo de animar... ¿la recomiendas? Gracias y ánimo con el blog (me encanta).
ResponderEliminarNo puedo ayudarte, anónimo: no he leído "Victus", aunque, después de que el Instituto Cervantes anulara la presentación del libro en Holanda, me han entrado ganas de hacerme con él.
EliminarMuchas gracias, en cualquier caso, por tus palabras de ánimo.