viernes, 9 de mayo de 2014

Extrañeza

Vuelvo a España y siento un pinchazo de extrañeza; es un pinchazo creciente: será que cada vez me adapto más (no sé si mejor) al nuevo lugar donde vivo. Aterrizo en Madrid, y se me hacen raros la forma de vestir y de peinarse de la gente, cómo se mueve, los rasgos de las caras. También la pequeñez de las estaciones de metro, en la que nunca había reparado: parecen de juguete. Mientras espero a Miguel Ángel, mi amigo mexicano, junto al oso y el madroño de la Puerta del Sol (aquí he quedado con él, para que no haya pérdida, como quedaban los paletos que visitaban la capital en las películas de Paco Martínez Soria o Alfredo Landa), observo al paisanaje sin aprensión, pero con cierta distancia. Un abuelo pitufo se pasea por entre los turistas con la intención de hacerse el simpático y sacarles algunas monedas. Los japoneses se hacen fotos junto a la estatua, pero apenas alcanzan a rascarle el talón al oso. Siento un microbombardeo de fragmentos de conversaciones: "Sí, hay que ir al notario, para..."; "y el muy cabrón va y me dice..."; "Hostia, a ver qué hacemos este fin de semana..."; "¿vamos a ver a la abuela...?. Cosas cercanas, pero que hoy me resultan un poco menos reconocibles. Cuando por fin nos encontramos, le confieso la extrañeza que siento de estar en mi propio país. Él me confía, en cambio, lo común que se le hacen muchos señores de Madrid, "chaparritos y con su pancita". Y es cierto: se ven algunos vientres monstruosos, dignos de donarse a la ciencia. Antes de ir a comer, Miguel Ángel y yo vagabundeamos por la feria del libro de ocasión, en el paseo de Recoletos. Ha sido una sorpresa y un placer encontrar los tenderetes aquí. Rehúyo algunos puestos: los de cómics y libros gráficos; los de Barcelona, que ya conozco (y he sufrido) lo suficiente; aquellos que encelofanan los libros, como aplicándoles un cinturón de castidad, e impiden hojearlos; y el de Renacimiento, cuyos libros de primera mano no compro bajo ninguna circunstancia. Por fin, y aunque me he propuesto limitar el gasto, no puedo evitar la tentación de adquirir un par de volúmenes de César González-Ruano, un escritor al que estoy enganchado, por más que cada vez esté más clara su deplorable catadura moral; un librito de artículos y ensayos literarios de Marià Manent, uno de los escritores más finos de la literatura en catalán del siglo XX; un poemario breve de un autor amigo, con una dedicatoria autógrafa a otro autor, que ni siquiera ha tenido la misericordia de arrancar la página con la dedicatoria antes de vendérselo al librovejero (siempre que me encuentro con estas pruebas de la incuria emocional de la gente, recuerdo aquella genial anécdota del mexicano Avalle-Arce, que, al encontrar en una librería de lance un libro suyo dedicado a un amigo putativo, lo compró él mismo y se lo volvió a enviar al amigo con una segunda dedicatoria: "A Fulanito Pérez, con renovado afecto"); y, por fin, una edición facsímil de Lusitania, un volumen del ultraísta Rogelio Buendia, el primer traductor de Pessoa al español, con sus impresiones de viaje por Portugal, publicado por Renacimiento: si el libro es de segunda mano, no me importa adquirirlo, porque no da beneficios a la editorial; de eso se trata. Mientras husmeamos en los tenderetes, me cruzo con José Cereijo, un militante de base de Renacimiento, con el que tuve un divertido intercambio de opiniones hace algunos meses, a cuenta de las baladronadas cretinoides del editor Linares. Él hace como que no me ve, y yo también. Pero no me habría importado saludarlo, ni le guardo ninguna clase de animadversión. A veces, las discusiones fundamentan extrañas amistades. Miguel Ángel y yo nos vamos a comer al Oliver, un restaurante cercano, en la calle Almirante. Ocupamos una mesa que da a la calle, que bulle de sol, que brilla con ligereza. La gente pasa ya con poca ropa, aunque los muchos trabajadores de la justicia que merodean por aquí vistan todavía chaqueta y corbata. Entre ellos, distingo a Sanz de Bremond, uno de los abogados más famosos del país, y antiguo adalid de causas democráticas, aunque últimamente anda más apagado -ya casi no sale en la tele-, que pasa por delante del restaurante con su afamada cabellera blanca y un borselino de 200 euros. Se lo digo a Miguel Ángel, pero no me hace mucho caso: está ocupado reclamándole al camarero que le traiga ya la cerveza que le ha pedido, que se le va a calentar en la mano. Por la tarde presentamos José Hierro. Los sentidos de la mirada en la Fundación Centro de Poesía José Hierro de Getafe. Es un placer volver a verme con Julieta Valero, coordinadora de las actividades culturales del centro, y excelente amiga, y conocer a otras colaboradoras del centro, como la también poeta Eva Chinchilla. En el auditorio de reúnen unas 25 personas, lo que puede considerarse un éxito de público. Tras la presentación, nos tomamos unas cervezas y volvemos a Madrid a cenar. El lugar elegido, cerca de Atocha, es un local gallego, Maceiras, al que nos lleva Carolina Centeno, la encantadora responsable de Síntesis, la editorial que ha publicado el libro sobre José Hierro crítico de arte. Vuelvo a sentir la misma extrañeza que a la llegada, pero ahora nocturna: la azulejería de las tabernas, los grafitis multicolores en las paredes y las persianas metálicas, el olor a calamares y a aceite de oliva, los jóvenes que actúan de reclamo en la calle para que entremos en sus garitos -una nos ofrece un chupito gratis, y Miguel Ángel entiende "una chupadita gratis": lo saco de su error-, la disposición de las terrazas y los neones: todo se me hace otro. El pulpo a la gallega que nos asestamos en Maceiras, no obstante, sigue siendo muy reconocible y familiar. Nos lo sirve una camarera rubia que parece ucraniana, pero que es de Cambados. Al volver a casa, por la calle de Huertas, me fijo en varias placas, en las fachadas, que recuerdan a escritores que vivieron allí, como León Felipe, un autor tan interesante como olvidado, y en los poemas inscritos, en letras metálicas, en el suelo: son fragmentos de Quevedo, de Lope de Vega... El contraste es fuerte: en los inmuebles, alcoholes, minifaldas, zumba; en el suelo, endecasílabos graves. Pero está bien que se pise la poesía, y que se desdeñe, y que se ensucie, como cualquier otra cosa real, viva, de la vida.

7 comentarios:

  1. De todo esto, querido Eduardo, me quedo contigo, la cerveza, el pulpo y la camarera rubia aunque sea de Cambados.
    Y lo de la "chuapadita" gratis. ¡Qué gran errata! Un artista, tu amigo.
    Abrazote.

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    1. Sí, el ingenio de los mexicanos es legendario. Yo me troncho con él.

      Un abrazo también para ti.

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  2. Lamento no haberme percatado del encuentro -mi miopía, supongo. Yo tampoco soy nada rencoroso, y no hubiera tenido inconveniente ninguno en saludarte, faltaría más. Aunque no me considero "militante de base" de Renacimiento, que ni siquiera es la editorial donde suelo publicar.

    José Cereijo

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  3. Así que estuviste en mi barrio (vivo casi esquina a Huertas) y yo sin enterarme... Esta te la guardo! ;-) Aunque me haya perdido tus dos últimas presentaciones, no dejes de avisarme cuando vengas, porfa, que siempre me encanta verte y escucharte. Un besazo.

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    1. Volveré a Madrid, querida Isabel, a principios de junio. El 5 presentaré "El corazón, la nada (Antología poética 1994-2004)", publicada en la colección Transatlántica/Portbou, de Amargord, y, al día siguiente, firmaré ejemplares de "Insumisión" (o, al menos, eso espero) en la caseta de Vaso Roto en la feria del libro. Pero de todo eso ya os informaré a los amigos. Quizá entonces, si no tienes planes mejores, podamos vernos. Para mí sería un placer.

      Un beso grande.

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