sábado, 3 de mayo de 2014

Janácek, Ives, Boulanger, Satie

Asistimos a otro de los conciertos gratuitos de la National Portrait Gallery en una sala mayor de lo habitual, para dar cabida a dos intérpretes y un piano de cola. El museo ha organizado una exposición de retratos de la Gran Guerra, el centenario de cuyo estallido se celebra en Gran Bretaña con grandísimo aparato, y quiere acompañarla con otras expresiones artísticas, como las piezas que hoy se tocarán, todas compuestas en 1914. Ocupamos nuestros asientos, rodeados por una buena muestra de la diversidad humana londinense: una señora que parece haberse peinado con un ventilador, que lee el programa pegando literalmente la pupila al papel y que, de vez en cuando, echa la cabeza para atrás, mirando al techo, hasta que la coronilla se le encaja en los omoplatos; otra señora con orejas de soplillo y nariz de tapir que ha conseguido que no nos fijemos en ningún otro rasgo de su anatomía, calándose un gorrito de punto, pero tan apretado que parece de piscina, y haciendo que unas gafas de pasta de color fucsia cabalguen en su napia encrespada; y un caballero muy orondo que se empeña en dar conversación a un grupo de japoneses que no dejan de sonreír, pero que no parecen saber una palabra de inglés. Entre el público se cuentan también los innumerables prohombres representados en los cuadros que nos rodean: políticos y ciudadanos egregios de la primera mitad del siglo XIX, pintados con severidad y tonos implacablemente negros. Qué aburridas, pienso, son esas caras pálidas, esos cuellos de almidón, esos corbatines lacios; y qué tenebrosos esos fondos de muebles victorianos, esos cortinajes escarlatas. En un gran óleo de una sesión del parlamento en 1833, las figuras de los diputados se amontonan como los soldados de terracota chinos; en otro de una reunión de la sociedad antiesclavista en 1840, se pueden distinguir entre los representantes a varias mujeres y a varios negros; pero pocos. El concierto va a empezar. Actúan Peter Sheppard Skaerved, al violín, y Roderick Chadwick, al piano: uno grueso y cuadrado, el otro fino y blanco, ambos de negro riguroso. Un mucamo, en camisa y tejanos, le pasa las páginas de la partitura a Chadwick. Tocan piezas de Leos Janácek, de Charles Ives, de Lilli Boulanger y de Erik Satie. La sonata del checo Janácek, la más larga del conjunto, combina lo eslavo y lo asimétrico. Recuerdo su ópera La zorrita astuta, que trata de los animales del bosque, pero cuyo título es tan equívoco, y la sinfonía Taras Bulba que, a su vez, me lleva a pensar en Yul Brinner y en su cráneo mondo, peana de un gorro desmoronado de cosaco. Ives, de quien tocan In the Barn y The Revival, fue un norteamericano singular: su música fue casi desconocida en vida, y muchas de sus piezas no se interpretaron durante décadas, aunque sus facultades melódicas estaban fuera de toda duda: a los 14 años ya era el organista de su iglesia. Con 24 empezó a trabajar en una compañía de seguros, y ya no abandonaría ese mundo hasta su jubilación: uno más, pues -como Pessoa, como Eliot, como Wallace Stevens, como Kavafis-, que necesitaba el refugio del orden, la apacibilidad de la supervivencia garantizada, para vivir y para crear. Ives, no obstante, sufrió graves problemas de salud -supuestos ataques al corazón que eran, en realidad, crisis psicológicas- y en 1927 decidió dejar de componer: según le dijo a su esposa, ya nada le sonaba bien. Hasta su muerte, en 1954, no creó ninguna obra nueva, aunque no dejó de revisar la Sinfonía del Universo, en la que había trabajado desde 1911 hasta 1927. Pese a tantas décadas de esfuerzo, la complejísima obra quedó inacabada. Lilli Boulanger es la autora más singular, por fugaz, de los cuatro: solo vivió 24 años, aunque le bastaron para crear una obra exquisita, a la que pertenece D'un matin du printemps, que interpretan Sheppard y Roderick, y en la que también se cuentan salmos, nocturnos y hasta una Vieja plegaria búdica. Boulanger fue alumna de Gabriel Fauré, autor de la célebre frase musical a cuya evocación dedica Marcel Proust varias docenas de páginas en En busca del tiempo perdido. Por fin, Satie, de quien tocan Choses vues à droite et à gauche (sans lunettes), tuvo una vida más larga y agitada. Su carrera no empezó bien: sus profesores del conservatorio lo creían negado para la música, lo que demuestra, una vez más, que la inteligencia humana no conoce límites. Satie fue amigo de Ravel y Debussy, y el fundador y único miembro de la Iglesia Metropolitana de Arte de Cristo el Guía. También fue un andarín impenitente: como detestaba los tranvías, recorría a pie los diez quilómetros que separaban su casa en Arcueil (en realidad, no vivía en una casa, sino en una habitación no más grande que un armario) del centro de París, siempre que quería ir a la ciudad. Se ganó la vida, durante muchos años, componiendo música de cabaret, aunque, mientras lo hacía, también estudiaba en la Schola Cantorum, uno de las escuelas de música más encumbradas de Francia. Conoció el éxito gracias a sus piezas humorísticas para piano, muchas de las cuales interpretaba el catalán Ricardo Viñes, como Verdaderos preludios blandos (para un perro), Embriones disecados y Sonatina burocrática. Satie incluía comentarios en las partituras, que llegaron a leerse durante la ejecución de las piezas. Hoy, Sheppard lo ha hecho también, pero antes de interpretarlas. Satie, de hecho, era un escritor meritorio (como Picasso, como Dalí), y sus Memorias de un amnésico o Cuadernos de un mamífero se leen todavía con placer. Con la llegada de las vanguardias, Satie se vinculó a (y se peleó con) casi todos los ismos, y singularmente con los dadaístas y los surrealistas. A Wagner, en cambio, lo odiaba. Cuando murió, descubrieron en el armario en el que vivía una colección de más de cien paraguas sin usar.

1 comentario:

  1. Descubrí a Erik Satie por medio de una colección de CD del País de hace años, venían compañados de pequeños ensayos. El de Satie es de Vicente Molina Foix y, está bien.
    Sus piezas para piano: Gymnopédies, Gnossiennes...me gustan y me relajan y hasta me duermo y ronco (según me dicen); pero su personalidad me encanta, al menos lo que leído sobre él. Además de los paraguas, tenía una colección de más de 4.000 tarjetas sin enviar y otras curiosidades. Decía, entre otras genialidades: "Vine al mundo muy joven en un tiempo muy viejo".

    Un abrazo

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