miércoles, 2 de abril de 2014

Ana Santos

Me entero ayer, por el blog de José María Cumbreño, de que ha muerto Ana Santos, editora de El Gaviero y madre de la poeta Luna Miguel. Hace muy poco, en otra entrada de esta bitácora, hablaba yo de lo implacable, de lo desgarradora, que es la muerte. Siempre lo es, sí. Pero resulta aún más dolorosa cuando se lleva a la gente especialmente merecedora de vivir, especialmente digna de la vida. Ana tenía, además, cuarenta y un años. Cuarenta y un años: cuando todo está por hacer, aunque se haya hecho tanto como ella. Conocí a Ana -y a su marido Pedro, y a su hija Luna- cuando El Gaviero decidió publicar Los haikús del tren. Fue en 2007. Yo sabía de su editorial por sus espléndidos libros: objetos exquisitos en los que se percibía un cuidado especial, más aún, en los que se percibía amor. Por lo demás, solo sabía que radicaba en Almería, que su distribución era escueta, que reunía todas las características de la empresa minoritaria. Pero no me importó: quería tener un poemario publicado con aquella atención, con aquel cariño. Ana se reveló, desde el primer momento, como un ser entregado a la pasión de hacer las cosas bien, y como una persona de una delicadeza infinita. Su labor, con mi libro y conmigo, fue paciente, meticulosa y encantadora. Era un placer hablar con ella: miraba con devoción, escuchaba -eso que tan pocos saben hacer-, sonreía. Creía en lo que hacía. Luchaba por lo que hacía. Y nunca emitía una queja. Quizá se vendía poco, pero nunca criticaba a sus autores por escribir libros que se vendieran tan poco, como he oído hacer a otros editores; ni a los libreros, por no tratar con mimo a sus productos; ni a la prensa, por dedicarle poca atención a sus publicaciones. Ana no concebía maldad. Ana no se lamentaba: hacía. Cuando apareció, por fin, Los haikús del tren, viajé a Almería para presentar el poemario: la Junta de Andalucía ofrecía entonces unas ayudas -no sé si aún existirán, con el hundimiento general de todo- para difundir los libros que se publicaban en la región. Compartí entonces muchas horas con Ana, Pedro y Luna, y comprendí el verdadero alcance de su aventura editorial y, sobre todo, la profunda dimensión humana de Ana. Recuerdo su risa y, más aún, su sonrisa. Recuerdo su amor por la literatura, pero también por la arqueología -Ana era arqueóloga de formación-, y el brillo de sus ojos cuando recordaba que, en alguna excavación, habían "encontrado chicha", como ella decía. (Y no me sorprende: ambas disciplinas requieren perseverancia y capacidad para tragar polvo; ambas exigen muchas horas de picar piedra; ambas producen, o descubren, cosas, artefactos tangibles, pero sus hallazgos son espirituales). Recuerdo su ausencia de acritud -Ana parecía incapaz de enfadarse-, pero también su energía y determinación a la hora de defender el proyecto y la realidad empresarial de El Gaviero. Recuerdo la ilusión con la que hablaba de todo -de los próximos poemarios que publicarían, del siguiente número de Salamandria, la revista que había fundado y de la que El Gaviero era el heredero- y, a la vez, del realismo que impregnaba sus juicios. Pero su madurez -hecha, como la de todos, de decepciones y fracasos- no anulaba su dedicación a las cosas, su alegría por ellas. Muchos intentamos vivir según la máxima estoica: sin esperanza, pero con convencimiento; ella lo hacía con ambos: su esperanza parecía no decaer nunca. La última vez que hablé con Ana fue hace algún tiempo ya, por teléfono. Con su amabilidad habitual, me llamó para agradecerme algunos gestos que había tenido para con los libros de El Gaviero y su hija Luna. Charlamos, y entonces me dijo que tenía cáncer. Me habló de ello con una naturalidad desarmante. Me maravillaba, como siempre me había sucedido, que pudiera proyectar tanta luz, que pudiera ser tanta luz, en medio de aquella realidad oscura. La conversación no abandonó en ningún momento los cauces de la cordialidad y hasta de la alegría, ni siquiera cuando me daba detalles de su enfermedad, o especificaba los lances terribles de su tratamiento. Ana era un ser hecho para vivir, un ser entregado al júbilo, al misterio abrasador de la vida. Y esta muerte, con toda su crueldad, con toda su injusticia, no cercenará lo que ha hecho, que ha sido mucho, ni su recuerdo, que es aún mayor, en todos los que la conocimos, admiramos y quisimos. Por su gran labor, la literatura española está en deuda con ella; pero su ejemplo como mujer y como persona es todavía más alto, y a él quiero dedicar, con mi dolor, estas palabras.

2 comentarios:

  1. Despistado que soy, o ignorante, recién me entero de la existencia de esta mujer cuando ya ha dejado de existir. Me la he perdido y lo siento. Pero a partir de otra necrológica he podido leer un poema de su hija Luna y me ha parecido maravilloso, especial, único. Oscuridad y luz, la vida misma.

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