lunes, 21 de abril de 2014

Volando voy

Antes, en ese espacio indeterminado que comprende desde la adolescencia hasta anteayer, volar era un placer. Recuerdo aquellos billetes impresos -printeados, me dijeron una vez-, rojiblanquinegros, que te daban en las agencias de viajes y en las oficinas de las compañías aéreas, y lo divertido que era acudir al mostrador de facturación, pasar el control de policía -que, comparado con los actuales, era como entrar en un museo- y acomodarse en el avión. Digo bien: acomodarse. Luego venía lo mejor: te daban almendritas, chucherías, refrescos, y hasta una comida, si la duración del viaje lo justificaba. Eran los tiempos en los que ser azafata casi equivalía a ser modelo: en España, al menos, la mitología de la aeromoza (qué gran palabra) competía con la de la sueca; y en los que mucha gente se ponía corbata para viajar en aeroplano. Uno de mis primeros recuerdos es, justamente, el de mi primer viaje en avión. Yo debía de tener tres o cuatro años, e iba con mis padres a Mallorca. Mi familia era pobre, y aquel viaje suponía un acontecimiento: nuestra primeras vacaciones juntos, en una isla, ¡y en avión! Quise ventanilla, naturalmente, y estaba empeñado en abrirla. No entendía por qué no podía darme el aire mientras volábamos. Luego, me pasé el viaje (esto ya no lo recuerdo, pero mi madre no lo ha olvidado) preguntando cuánto faltaba para llegar, e incordiando a los vecinos. Supongo que aquel no fue un viaje demasiado divertido para mis padres. Hoy no lo es ninguno. Todos hemos denunciado, en algún momento, las incomodidades del turismo aerotransportado. Son, en realidad, más que incomodidades: son indignidades. Tener que quitarse el cinturón y los zapatos, y pasar descalzo y sujetándose los pantalones por un arco detector de metales, para ser cacheado después -los arcos detectores de metales son muy susceptibles, incluso cuando uno no lleva metales- por un señor con guantes de látex, como si uno fuera un boy -y no, no lo es-, debería estar prohibido por la declaración universal de los derechos del hombre (y de la mujer). Por no hablar de esas cápsulas de rayos X que te ven desnudo, aunque vistas anorak. (Hace algún tiempo, en Heathrow, saltaron las alarmas con un viajero llamado Jonah Falcon. El escáner se sobresaltó ante un bulto enorme que el hombre ocultaba entre las piernas, y, como ya había habido casos de terroristas que habían querido entrar en un avión con un explosivo en los pudenda, lo separaron para cachearlo. Entonces descubrieron, para su pasmo, que aquella protuberancia que parecía un proyectil de bazuca era natural: Jonah Falcon es el hombre con el pene más grande del mundo). Los aeropuertos, hoy, son horrorosos, aunque sean obra de los arquitectos más empingorotados. Por más mármoles y cúpulas prodigiosas que tengan, son espacios hostiles, donde todo está diseñado para triturar tu humanidad; lugares en los que todo parece ser tiempo -el necesario para pasar los controles, el de embarque, el de salida o llegada del vuelo-, pero que, en realidad, carecen de él: lugares acrónicos, donde ningún devenir arraiga, donde nuestra vida parece aislarse de todo suceso efectivo, de todo engarce con las cosas, con el mundo. Los aeropuertos, de hecho, son no espacios: burbujas sin suelo, paredes inmateriales, negaciones del estar. Lo peor, no obstante, no son los aeropuertos, sino el viaje en sí, en el que todo está milimetrado, cronometrado (otra vez ese tiempo sin tiempo), controlado, encajado, mecanizado, industrializado; en el que no queda espacio para la turbulencia y la indocilidad humanas: para ser personas, simplemente, y no meros engranajes de una cadena de montaje que no admite ninguna torcedura y ninguna expansión. Ayer volamos con Vueling de Barcelona a Londres. Vueling debe de ser la compañía aérea cuyos aviones tienen los asientos más estrechos del mundo. No resistí la tentación de medirlos: un palmo exacto de mi mano (25 centímetros) desde el final del asiento propio hasta el respaldo del de delante. Veinticinco centímetros: ahí debían encajar mis fémures. Por imprevisión, no habíamos facturado por internet, y, cuando llegamos al mostrador correspondiente, descubrimos con horror (sobre todo yo) que solo quedaban asientos separados, y en el medio. Sin el aliviadero del pasillo, por el que mis piernas se estiran hasta los asientos del otro lado, dos horas y cuarto de inmovilidad, con las rodillas aplastadas y sendos desconocidos de carnes generosas a ambos lados, son una tortura menos espectacular, pero casi tan dolorosa como la picana en los testículos. Sin embargo, la fortuna es, a veces, misericorde, y esta vez quiso que mis compañeros de fila fueran una pareja de japoneses a los que el sistema informático de Vueling había asignado, por razones ignotas, dos plazas separadas: en la ventanilla y el pasillo. Les ofrecí desinteresadamente la mía, para que pudieran estar juntos, y ellos aceptaron, muy complacidos: el hombre hasta me hizo una reverencia muy nipona, que no me atreví a devolver. Aquel caballero, además, presentaba otra característica oriental: no peleaba por el reposabrazos. Es muy desagradable pasarse un viaje enzarzado en la disputa silenciosa, pero feroz, de aquel espacio exiguo, sobre todo porque, si uno ha tenido la suerte de establecer con el codo una cabeza de playa, ya no lo moverá ni un milímetro de ahí, para que el adversario no lo ocupe inmediatamente con el suyo, y el resultado será una congestión terrible: con el brazo, inmóvil como una piedra, dormido y la circulación detenida, es posible que suframos una necrosis y, si el viaje dura lo suficiente, una gangrena que requiera la amputación. En el vuelo de ayer, mi adorado samurái no solo me entregó pacíficamente el reposabrazos, que ocupé, con despreocupación, durante todo el viaje, sino que incluso apartaba aún más sus extremidades si, con mis movimientos, que eran más bien contorsiones, llegaba a rozarlas. Pese al inesperado alivio que este azar me deparó, la incomodidad seguía siendo mucha. Y entonces un azafato, cuyo inglés me recordaba al de una drag queen a la que escuché una vez en el carnaval de Cádiz, dijo algo digno de figurar en el frontispicio de un templo expiatorio: "Es hora de ponerse cómodos y disfrutar del viaje". Ponerse cómodos y disfrutar del viaje en aquellas circunstancias era como dormir en una tabla de faquir, si uno no es faquir, o como hacer un análisis retórico del discurso de un político español: imposibilidades metafísicas. Me pregunté entonces si no hay, entre la pléyade de ejecutivos y asesores bien pagados de Vueling, alguno que repare en la obscenidad de semejante exhortación: yo la sentí como una burla, casi como una ofensa. Claro que, luego, ese mismo azafato siguió deleitándonos con un lenguaje que revelaba la suciedad del pensamiento que lo había generado: "Mi nombre es...", dijo, con grosero (aunque generalizado) anglicismo, en lugar del muy castellano y muy natural (y ya casi olvidado) "Me llamo..."; y también: "los aparatos electrónicos no pueden tener conectividad...", con esa sintaxis nuevamente americana y el repugnante polisílabo final, que parece darle más empaque al mandato, en lugar del elemental "no pueden conectarse"; y, por último, con inenarrable gracejo aeroportuario, "este vueling tiene prevista su llegada a Londres a las...", lo que suena la mar de divertido e informal, aunque a mí ya me costaba apreciarlo, porque el culo me dolía, y sentía preocupantes hormigueos en las piernas, y el pasajero del asiento de delante se había echado para atrás, lo que suponía tener su colodrillo en el gaznate, y los otros aeromozos y aeromozas me agobiaban con el carrito de las bebidas que no dejaba de circular por el pasillo, para que la gente comprara mucho y aumentaran así los beneficios de la compañía. Cuando llegamos por fin a Gatwick y desfilamos para abandonar la cámara de torturas, siguiendo el protocolo habitual, una azafata nos esperaba junto a la puerta para despedirnos. Muchos pasajeros, y yo también, le dábamos las gracias, pero luego me pregunté por qué habíamos de agradecerle que nos hubieran tenido dos horas largas embutidos en aquellos nichos para gnomos, dándonos órdenes y vendiéndonos bebidas a precios astronómicos. Creo que, en mi próximo vuelo, voy a abstenerme de hacerlo. Será mi forma silenciosa de protestar. No tengo otra. 

3 comentarios:

  1. ¿Vueling, dices? Pues átate los machos con Ryanair.
    ¡Que Dios te coja confesao!

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    1. Yo en Ryanair no vuelo, querido Elías, aunque sea lo más barato: prefiero mil veces viajar en el fokker triplano del Barón Rojo. Me niego a darle dinero a un payaso como el tal Ryan, que desprecia a todo el mundo, que trata como ganado a los viajeros y que se ríe mucho con sus propias gansadas. Esa experiencia, por suerte, nunca la tendré.

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  2. Em solidaritzo totalment, he patit una situació semblant en un vol bcna-paris...JM Ferrer

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