Visitamos hoy la exposición de los recortes de Henri Matisse, en la Tate Modern. Quizá no habríamos ido si Miguel Ángel Muñoz, mi amigo mexicano, poeta y crítico de arte, a quien he de ver en Madrid dentro de un par de semanas, no me hubiera pedido que le comprara un catálogo de la exposición. Nos acercamos a la Tate con prevención, porque imaginamos las colas quilométricas que habrá para visitarla. Sin embargo, al llegar, casi no hay nadie en las taquillas. Eso aún es peor: quiere decir que las entradas se han agotado. Pero no, todavía quedan, aunque para dentro de cuatro horas y media. Se abre, pues, ante nosotros un largo paréntesis de tiempo, que habremos de ocupar de algún modo. Vamos primero a comer: lo hacemos en un italiano que se llama Si va lontano, un nombre que juega con el dicho piano piano si va sano e si va lontano. Sin embargo, la característica del local es ir rápido: preparan la pasta, la pizza, los postres, en un santiamén; de hecho, es un fast food transalpino. Pese a ello, comemos bien por un precio que no es disparatado. Luego salimos a pasear por el Southbank. Está lleno de gente. Las terrazas también están repletas. Muchos de los clientes cierran los ojos, echan la cabeza para atrás y se ofrecen al sol, que asoma y se retira entre las nubes, como si jugara: es un juego muy británico. Ese gesto de ofrecimiento es, en realidad, un gesto reptiliano, un ansia de luz. Después de meses de grisuras, la gente se bebe el sol, y se percibe a los cuerpos desaletargarse, henchirse, florecer, con esa ingestión prismática. En una zona cubierta, cuyo cemento aparece enteramente cubierto de grafitis, los skaters fatigan badenes, pilones y obstáculos con sus tablas. Muchos paseantes se paran a mirarlos, y algunos hacen fotos. Los skaters están confinados allí, como en una reserva india, pero no parecen infelices. En Barcelona no hay lugares delimitados para ellos, y se han posesionado de algunos espacios urbanos especialmente aptos para practicar su deporte, si es que es un deporte: la plaza Universidad, la plaza de los Países Catalanes, el MACBA, lugares de cemento, metal y piedra. Más adelante, siguiendo por el paseo fluvial, vemos a alguien, con frac, que toca el trombón. Lo singular de este músico es que, cada vez que sopla en la boquilla, del instrumento sale una bola de fuego. Seguimos caminando y llegamos, por fin, a una zona donde siempre hay libros de viejo: las paradas se disponen en medio del paseo. Lo llamativo del mercadillo es que sus dueños no están en ellas, sino en un extremo, y, a veces, ni eso. Uno se acerca para pagar y no hay nadie: se han ido a tomar una cerveza, o están con un colega, en el puesto de al lado, charlando. ¿Cómo evitan que se robe? No lo evitan; simplemente, la gente no roba. Otra cosa muy británica: los objetos se ofrecen sin supervisión, confíados a la honradez del comprador. (Que lo primero que yo piense sea cómo evitan que se robe no dice mucho de la cultura en la que me he criado: estas asociaciones mentales automáticas nos revelan mejor que cualquier juicio). Recorro las paradas y compro dos volúmenes: una selección de poemas de Pound, con edición y prólogo de T. S. Eliot, de 1958, en Faber & Faber, y un libro de gran formato sobre la Guerra Civil americana, con innumerables fotografías e ilustraciones, en magnífico estado: los dos, por diez libras. Se va haciendo la hora de nuestra visita, así que volvemos a la Tate. Cuando llegamos al museo, estamos cansados, y, como aún falta algo de tiempo, nos echamos a descansar en la hierba. Está húmeda, pero resulta agradable. Me quito los zapatos, enrollo la cazadora para que haga de almohada y, mientras siento un latigazo de placer recorrerme el cuerpo, observo el cielo. El cielo está habitado: hay gaviotas que chillan, y que contraen y despliegan las alas para ganar altura o velocidad, y aviones que rugen desde muy arriba, y helicópteros que zumban desde más abajo, y palomas que ruedan como canicas en la superficie dolorosamente azul del aire, y, sobre todo, nubes, muchas nubes, que pasan, deshilachadas o mantecosas, espectrales o fusiformes, flemáticas o apresuradas, dibujando esas formas caprichosas que constituyen el mejor test de Rorschach que haya existido nunca. Casi me duermo contemplándolas, acariciado por la hierba que aplasto, arrebatado por el placer primitivo de yacer. Llega la hora de la visita. En Londres es imposible ver exposición alguna sin estar rodeado de cientos de personas que la ven contigo, y a veces he pensado que, mejor que audioguías, las salas deberían repartir prismáticos, para que se pudieran apreciar las piezas que las aglomeraciones de público impiden ver de cerca. Los recortes de Matisse constituyen la última fase de la obra del pintor francés, que, con ochenta años, enfermo y en silla de ruedas, ya no podía sostener los pinceles. Optó entonces por estos gouaches découpées, recortes de papel pintado, que disponía después en el lienzo con la ayuda de una asistente (guapísima, por cierto: Lydia Delectorskaya). Matisse, pues, pintaba con tijeras, y el resultado se nos antoja fascinante: una mezcla gauguinesca de elementalidad y exuberancia. Hay miniaturas y vidrieras catedralicias; hay trípticos murales y cuadros de una delicadeza incomprensible; hay acantos y corales; hay bloques que recuerdan a Mondrian y marañas que recuerdan a Rousseau; y están los desnudos azules, la parte que más nos gusta, con figuras agachadas, sentadas, plegadas, cuyos miembros, compuestos por óvalos y elipses, se entrelazan sin fin. Yo me imagino mujeres desnudas, azules como tuaregs, pero esencializadas como ideas. Los recortes de Matisse son otro test de Rorschach, y yo me proyecto en ellos. Cuando salimos de la exposición, las nubes siguen pasando, blanco sobre azul, como si el firmamento hubiera decidido darle la vuelta a la invención de Matisse.
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