En nuestra anterior estancia en Inglaterra -en rigor, solo de Ángeles, que fue la que trabajó aquí trece meses; yo únicamente la acompañaba en vacaciones y otras fiestas de guardar-, vivíamos en un pueblecito en los alrededores de Manchester, un pueblecito que hacía honor a su nombre: se llamaba Littleborough, "pueblecito". Era, ahora que lo pienso, tan tautológico como el Valle de Arán, que significa "Valle del Valle". En aquel villorrio -que conservaba algunos rasgos rurales: recuerdo, por ejemplo, que unos vecinos tenían animales de granja, y que un gallo, a quien el dios de los gallos confunda, me despertaba, con puntualidad británica, todos los días a la salida del sol; y aquí el sol sale muy temprano-, apenas hacíamos vida social, porque apenas había vida social. Visitamos en alguna ocasión el único pub de la localidad, en cuya barra se acodaban parroquianos aburridos, y nos pateamos los caminos y los bosques de las cercanías, pero allí era difícil encontrar otra cosa que urracas, petirrojos y algún caminante como nosotros, que, si era inglés, pasaba de largo a toda velocidad, casi sin mirarnos, provisto de sus wellingtons, su bastón de paseo y su decisión de cubrir diez quilómetros en cuarenta y cinco minutos. Descubrimos, no obstante, un restaurante agradable, donde se comía bien por no mucho dinero, y donde la mayoría de camareros eran hispanos. Recuerdo a un chileno de pelo blanco y a un español muy alto, canario, que se llamaba José, y que no había perdido su acento insular después de casi veinte años en tierras de Mancunia. José se alegró, y nosotros también, al descubrir la nacionalidad común. Desde entonces, siempre que nos veía llegar, hacía un alto en su infatigable actividad de ligue -José conseguía que todas las inglesas que entraban en el local cloquearan de gusto y se rieran con él- y nos daba palique un rato. No es que acabáramos cogiendo confianza, pero, después de varias visitas, ya me sentí con ánimo para hacerle alguna pregunta más personal. "Oye, José," le dije, "¿cómo valoras tu experiencia en Inglaterra? ¿Estás contento?" "Oh, sí, aquí tengo trabajo y me gano bien la vida. En Canarias no tenía nada". Hizo entonces un alto, pareció reflexionar un momento y añadió, con un deje entre compungido y melancólico: "Pero en este país te depresionas mucho". Debería haberle preguntado por qué, pero no lo hice. Supuse que el clima pesaría lo suyo, y comer sin mojo picón, y el carácter de los ingleses. "Muchos lo solucionan bebiendo; conozco a mucha gente con familia y trabajo que se vuelve borracha". "¿Te gustaría volver a España?", inquirí. "No, ya no. Supongo que me quedaré aquí para siempre", respondió, y esta última frase, pese a lo mucho que había alabado las condiciones materiales de vida en el país, sonó a destino fatal, a condena imprescriptible. Y volvió a sus faenas y a sus ligues: un grupo de gordas de Liverpool lo reclamaba con encarecimiento. He pensado mucho en ese país en el que te depresionas mucho, como decía José, y he llegado a la conclusión de que lo depresivo es la soledad, algo profundamente arraigado en una sociedad tan individualista como esta. Son ya varios los españoles y de otras nacionalidades que he conocido en Londres, que, después de varios años de estancia en Gran Bretaña, dicen no tener todavía un solo amigo inglés. Tampoco Álvaro, que estudia en una universidad londinense, lo tiene: sus compañeros son de Botswana, de Irán, de la India, de Paquistán. Ni yo, claro, aunque esto es hasta cierto punto lógico, porque trabajo en casa y salgo poco. Pero he observado que los vecinos con los que me cruzo nunca me saludan, ni esperan que yo los salude, y que los compañeros de spinning apenas hablan entre sí: vamos a clase, pedaleamos como hámsteres durante cuarenta y cinco minutos, y luego nos vamos a la ducha (separados), en casi completo silencio. El otro día Tomás Sánchez Santiago me preguntaba si no había surgido ninguna relación de barrio, de esas que nacen cuando uno va a comprar el pan (pero ya he dicho que aquí no se compra el pan, porque no hay panaderías) o sale a por el periódico. No, no ha surgido ninguna. Lo cierto es que aquí estoy más solo que un oso polar, y que la única forma de combatir la soledad es aferrarse a la familia, trabajar mucho -trabajo siempre venido de España- seguir cultivando, por medios informáticos, las amistades de allí, las amistades de antaño, y también, debo admitirlo, llevar este diario, que es un sucedáneo de las conversaciones que no puedo tener, y que me da la sensación de que sigo cerca de la gente a la que quiero. Yo soy solo, en estos momentos, el mismo que vivía en Barcelona, con los mismos hábitos, ritmos y relaciones, pero depositado en un piso de Battersea. En algún lugar leí, hace tiempo, que para los ingleses era un valor que los dejaran en paz. Es cierto: dejarlos en paz significa dejarlos solos; así pueden darse, sin que nadie los moleste, a la bebida. Por otra parte, veo que se reúnen, en los pubs, en los campos de deporte, en los clubs, y hasta parecen divertirse. Pero hay algo, en todos estos sitios, de convención social, de protocolo colectivo. La comunicación es tan rígida, está tan pautada, que no parece sino que la gente acude a esos lugares porque corresponde hacerlo, y que, una vez en ellos, las manifestaciones de unos y otros se reducen a lo que hay que manifestar, y como hay que manifestarlo. (Quizá por eso las rupturas de las normas son tan violentas en este país, ya sea por parte de los hooligans habituales o de los jóvenes que destrozan barrios enteros en algaradas sin explicación: porque no se ha encontrado aún una vía natural, espontánea, menos puritana, menos sujeta a la codificación del grupo, para satisfacer la necesidad de comunicación y encauzar las pulsiones agresivas). Yo lo observo todo con atención, pero apenas hablo con nadie. Al conserje paquistaní le pregunto si ha llegado correo, y a la india de la papelería, si ha llegado El País. Y poco más. Me gustaría tener alguien con quien charlar, y a quien pudiera llamar amigo. Pero como decía el torero aquel, lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible. Me gustaría no depresionarme por ello.
Conozco un proverbio que dice: "En el silencio madura el fruto que la palabra puede hacer caer".
ResponderEliminarUn abrazo, Eduardo!
Eduardo, no jodas, no te nos "depresiones". Aparte de tus "corónicas", escríbenos una cartita de vez en cuando que sabes que aquí se te quiere.
ResponderEliminarAbracérrimo.
Gracias a los dos, Amelia y Elías. Sé que estáis ahí, y eso me alegra. Besos y abrazos para ambos.
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