Nos dicen que ha llovido mucho este invierno, y es verdad: el campo está crecido, con un verde suntuoso, desgarrado por el amarillo de las jaras, que se levantan, como pináculos despeinados, en las cunetas y los eriales. El paisaje es de montaña: elevaciones duras, pero tapizadas de vegetación, bajo un azul de topacio. Apenas hemos llegado a Hoyos, vamos a ver a nuestros amigos Toña y José Antonio, dos urbanitas que viven en el pueblo desde hace casi tres décadas. Cenamos con ellos. En el baúl que hace de mesa de comedor, veo una edición de Eutimio Martín de Poeta en Nueva York. Sin que ello desdiga la calidad de su trabajo filológico, pienso en la frustración que le habrá supuesto al estudioso la publicación de la edición definitiva del poemario de Lorca, basada en el manuscrito original, finalmente hallado en poder de una actriz mexicana (a la que llegó por uno de esos inverosímiles azares de obsequios y de herencias, aunque no resulte del todo ilógico que sea una actriz la que reciba el legado de un dramaturgo), y que echa por tierra su teoría de que Poeta en Nueva York era una parte o complemento de un libro mayor, titulado Tierra y Luna. José Antonio me cuenta que se va a la biblioteca del pueblo y, casi a ciegas, saca libros de poesía contemporánea, para recordar lo que había leído de joven. Me parece extraordinario que eso suceda todavía: que alguien vaya a una biblioteca pública, pida poemarios en préstamo y encima los lea. Toña, por su parte, nos habla de un trabajo de clasificación botánica que ha iniciado para un proyecto de parque cultural en la Sierra de Gata, y menciona los narcisos, que también son abundantes aquí, como en Inglaterra. Quizá se llamen así, aventura, porque las flores se comban hacia el tallo, como mirándose a sí mismas, igual que el Narciso mitológico. Cuando volvemos a casa, hay una luna casi llena, que esplende en la pizarra del cielo, emborronada por la tiza de las nubes. En toda la extensión del cielo se deshilachan los cirros, a los que el satélite, encendido, regala su plata. En unas escaleras de la plaza mayor hay un grupo de adolescentes. Todos miran el móvil, y teclean en él. Los comentarios que se hacen se refieren a lo que ven en las pantallas, pero, fuera de la glosa internética, no hablan entre sí. Muy cerca, por una rejilla del alcantarillado, oímos el estruendo del agua. Fluye un caudal alimentado por la lluvia caída, que llega con ímpetu de las montañas. Los arroyos que otras Semanas Santas están casi secos, o que se han reducido a hilillos turbios, andan recios, casi turbulentos. Este verano será un placer bañarse en las piscinas naturales, aunque justamente este verano preveamos pasar una temporada bien corta en Hoyos. Los olores me siguen acosando: la casa huele a madera; el pueblo, a realidades inodoras: agua, piedra, aire; la luz, a pino y almazara. También el silencio huele: es negro, y palpita. Hemos pasado la noche oyéndonos remover en la cama, distinguiendo el cariz de los ladridos lejanos de los perros, sintiendo la caricia de la nada. Por la mañana, salgo a comprar el periódico y algo para desayunar. En la plaza mayor, hay mercadillo: fruta, ropa, zapatos. Como es temprano, hay poca gente todavía. Casi todos los puestos están atendidos por gitanos. Oigo sus acentos graves, algo rasposos, y el chirriar de los churumbeles; veo los pelos gomosos, y las manzanas que brillan como el corindón, y los pechos indefectiblemente enormes de las gitanas. Una se ha tatuado en una teta algo que no alcanzo a distinguir: parece un perro, o un lobo, asomado al balcón del escote. Cuando llego a casa, saludo a las avispas, que insisten en anidar en los alares, y a un sol cauteloso, que no se atreve a desbandar la niebla.
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