Como es sabido, Shakespeare y Cervantes murieron en la misma fecha, el 23 de abril, pero no el mismo día, porque España e Inglaterra se regían, en 1616, por calendarios diferentes: nosotros, por el gregoriano, y los ingleses, por el juliano. El 23 de abril del calendario juliano correspondía a nuestro 3 de mayo. De hecho, siendo estrictos, ni siquiera coincidieron en la fecha de fallecimiento, porque Cervantes murió el 22 de abril; el 23 lo enterraron. Es curioso que los dos mayores autores de la literatura universal, según Harold Bloom -por una vez, Bloom tiene razón-, vivieran en una misma época, la segunda mitad del siglo XVI y el principio del XVII, un momento de tránsito entre el Renacimiento y el Barroco, unas décadas de crisis e incertidumbre, que son en las que suelen darse los mejores hallazgos artísticos, las mejores producciones del espíritu. No hay que olvidar que en esa época tuvo lugar también, en 1588, el malhadado episodio de la Armada Invencible, al que Cervantes contribuyó en calidad de comisario de abastos, en un contexto de enemistad y enfrentamiento permanente entre Inglaterra y España. Pese a ello, ni Cervantes ni Shakespeare hacen en sus obras comentario despectivo alguno de ingleses o españoles: respetan a la nación adversaria, y a sus autores, con un silencio exquisito. Más aún: se sabe que Shakespeare leyó la primera parte del Quijote, publicada en 1605, y que compuso, con uno de sus colaboradores, John Fletcher, una comedia, hoy perdida, titulada La historia de Cardenio, protagonista de una de las historias intercaladas de la novela de Cervantes. De hecho, Shakespeare fue el primero, entre los muchos ingleses que lo han hecho, en reconocer la excelencia de la literatura del español. Y es curioso que, teniendo ambos países temperamentos tan distintos, haya sido Inglaterra, probablemente, la nación en cuya literatura más ha influido el Quijote, como observamos en Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift; en Historia de las aventuras de Joseph Andrews y de su amigo Abraham Adams y Tom Jones, de Henry Fielding (que escribió, además, Don Quijote en Inglaterra); en Vida y aventuras del caballero Tristram Shandy, de Laurence Sterne; en El viaje de Humphrey Clinker y Las aventuras de sir Lancelot Greaves, de Tobías Smollet; en las historias intercaladas y las conversaciones de Pickwick con su criado Sam Weller, en Los documentos póstumos del Club Pickwick, de Charles Dickens; y en Monseñor Quijote, de Graham Greene, entre muchos otros. Ha habido, desde luego, muchos intentos de vincular a ambos autores -Carlos Fuentes, Anthony Burgess, Tom Stoppard-, alguno de los cuales ha llegado tan lejos como a sostener que se habían conocido, y hasta que eran la misma persona, pero no hay ninguna prueba de que estos encuentros se hayan producido, y mucho menos de que Cervantes y Shakespeare fueran el mismo ser, una suposición que cae dentro del ámbito de lo fantástico, e incluso de lo desatinado, aunque está emparentada con una tradición que en los países anglosajones ha hecho correr ríos de tinta, consistente en afirmar que Shakespeare no escribió las obras de Shakespeare, sino que lo hizo otra persona. ¿Quién? Ah, eso depende de cada cual: la lista de candidatos es interminable. Walt Whitman, por ejemplo, que tanto admiraba al dramaturgo de Stratford-upon-Avon, creía que, en realidad, era Francis Bacon. Yo, siguiendo a Bill Bryson, que ha escrito una deliciosa biografía del inglés, Shakespeare, creo que Shakespeare escribió las obras de Shakespeare. Pero las teorías conspirativas o de la suplantación siempre han ejercido un poderoso atractivo en la gente, aunque, paradójicamente, en la gente menos perspicaz. Desde Occam y su navaja, todo ser medianamente sensato sabe que la solución a casi todos los problemas es casi siempre la más sencilla. En cualquier caso, hay científicos que defienden que esa tendencia del hombre a creer que lo que vemos no es toda la realidad, que hay algo oculto en ella que merece la pena desentrañar, ha supuesto una ventaja evolutiva para la especie, porque nos ha obligado a trascender las apariencias e ir en busca de las causas de lo que sucede: y ese es tanto el origen del progreso como de las religiones. Pero, hablando de religiones, y volviendo a Cervantes y Shakespeare, un rasgo común que me los hace a ambos más cercanos todavía, es la poca importancia de la fe, y de la idea de Dios, en sus obras. En la de Shakespeare, no tiene ninguna: Shakespeare, simplemente, no se cuida de Dios; ni siquiera lo menciona. Su literatura es radicalmente humana, sin decálogos opresivos ni efusiones ultraterrenas. Quizá por eso tenga esa frescura, esa proximidad emocional, que la hace inigualable. Cervantes no es tan parco como el inglés, ni podía serlo: la Iglesia gozaba en su tiempo, y en la cultura española, de una predominancia asfixiante, y asfixiante en un sentido literal: el humo de los autos de fe, aunque no tan frecuentes como en los tiempos de Torquemada (qué nombre tan apropiado para un inquisidor; como Botín para un banquero), todavía sofocaba a la gente en las plazas públicas, y a sus cerebros en la intimidad de sus casas. Pese a la ortodoxia aparente de la fe de Cervantes, no deja de advertirse en el Quijote, pero también en el resto de su obra, una soterrada ironía, una distancia liberal, una como desvinculación de los conflictos humanos, de sus azares y contradicciones, de la férula de lo trascendente. Cervantes cree, porque hay que creer, pero siempre he tenido la sensación de que no está íntimamente convencido de ello. De ambos, de Cervantes y de Shakespeare, tengo presente, sobre todo, la fuerza de su lenguaje, antes que la de sus teorías. No son escritores ideológicos, sino, como he dicho ya, esencialmente humanos, atentos al sufrimiento y a la alegría, a la razón y a la locura, al amor y a la muerte. Y de ello hablan en la fiesta permanente de su lenguaje.
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