Ayer, El País daba cuenta de la visita que habían rendido la reina de Inglaterra y el príncipe consorte al papa Francisco (con este nombre, uno siempre tiene la sensación de quedarse corto, sobre todo después del ordinal, nada menos que el decimosexto, que utilizaba su predecesor, el simpático Ratzinger: ¿Francisco qué?, ¿Francisco cuántos?). La noticia venía acompañada por una foto impagable. En ella se veía al príncipe Felipe, de 92 años, exhibir orgulloso (y con una expresión que denotaba una gran familiaridad) la botella de whisky escocés que le traían de regalo al papa, ante la mirada circunspecta de su esposa, de 88, y la estupefacta del pontífice, que cuenta 78 primaveras. Uno se imagina a estos tres mozos disfrutando de los placeres del malta de Balmoral, y le entran unas ganas locas de sumarse a la orgía, a los sones del ¡Asturias, patria querida!. En realidad, no era el único presente que los reyes de Inglaterra le habían llevado al sucesor de Pedro: portaban también una botella de zumo de manzana y un tarro de miel. Esta había sido recolectada en el palacio de Buckingham, cuyas abejas tienen fama de industriosas, pero se desconoce el origen de las manzanas. Al agrícola agasajo correspondió Francisco con un valioso facsímil sobre san Eduardo, rey de Inglaterra, un tríptico con las monedas de su pontificado y un regalillo para el reciente nieto de los monarcas. Pero vuelvo a la imagen de la prensa, que ha sabido captar, con singular genio fotográfico, el espíritu del momento. La reina, como digo, no parecía entusiasmada por lo que estaba sucediendo, pero eso no ha de sorprender: a la reina, por británica y por reina, nunca le entusiasma nada. Todavía recuerdo aquella imagen extraordinaria de Isabel arreglándose las uñas en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres: la televisión la enfocó, cuando no estaba previsto hacerlo, en la tribuna de honor, y allí estaba ella, limándoselas, o arrancando padrastros, o poniéndose laca (sobre esto aún debaten los politólogos), ante la mirada de la nación y del mundo. Aunque puede entenderse su desinterés por el acto: Isabel II ha inaugurado ya unas cuantas olimpiadas, y todos sabemos que no hay nada más aburrido que la rutina. El príncipe Felipe, por su lado, no solo comparte el tedio que le causan a su costilla las ceremonias inaugurales, sino que es partidario de eliminarlas: "lo sacan a uno de quicio", ha precisado. Felipe de Edimburgo es una joya: su capacidad para meter la pata en los momentos más comprometidos es legendaria. Yo creo que debería clonarse, para que semejante virtuosismo pifiador, insólito en las aristocracias europeas -con la excepción de las meritorias aportaciones de Ernesto de Hannover, alias de hangover, aunque vayan acompañadas, con frecuencia, de poco diplomáticas combinaciones de puñetazos-, no se perdiera. En Inglaterra albergan por él sentimientos encontrados: muchos admiran su franqueza; otros muchos, en cambio, se sienten abochornados. La prensa lo busca, ávida de jocoserías, aunque él no corresponda a su amor ("Uds. tienen mosquitos; yo tengo a la prensa", confesó en un hospital del Caribe, con lo que consiguió indisponerse, simultáneamente, con caribeños y periodistas). A mí me cae bien. Hay hasta libros sobre sus planchazos, que, sin duda, no lo son para él. Felipe se limita a abrir la boca y a emitir sonidos, sin que dichos sonidos hayan pasado por el tamiz del pensamiento. Antropológicamente, es muy interesante. Qué grande Felipe cuando, en un acto oficial, le soltó al presidente de Nigeria, ataviado con la amplia túnica multicolor tradicional de su país: "Ya veo que está Ud. listo para irse a la cama". O cuando, en 1947, le preguntó a un trabajador de los ferrocarriles por sus posibilidades de ascenso. "Para eso tendría que morirse mi jefe", contestó el operario; a lo que Felipe añadió: "Eso es justo lo que me pasa a mí". También en la intimidad se luce. Después de su coronación, le preguntó a Isabel: "¿Dónde has conseguido ese sombrero?". Pero es en el ámbito étnico donde, como ya demostrara con el presidente nigeriano, más destacan sus virtudes. En 1986, en una visita de estado a China, advirtió a un grupo de estudiantes británicos: "Si siguen Uds. aquí mucho tiempo, se les achinarán los ojos". En 1998, en Papúa-Nueva Guinea, a los ingleses que habían recorrido el país: "Enhorabuena: han conseguido Uds. que no se los comieran". En una visita a Hungría, a otro compatriota: "Se nota que no lleva Ud. aquí mucho tiempo: no tiene barrigón cervecero". Pero para sus luminosas observaciones sobre otras gentes y otras culturas, no tiene por qué estar fuera del país: también las hace dentro. En un festival de música en Cardiff, mientras sonaban las notas atronadoras de un grupo jamaicano, le presentaron a un grupo de jóvenes sordos: "Aquí no me extraña que estén Uds. sordos", les dijo, aunque no consta que le oyeran. Con ocasión de una visita a una fábrica, advirtió que los cables de una caja de fusibles estaban sueltos. "Los debe de haber puesto un indio", señaló. Ante las protestas que suscitó su comentario, insistió: "¿Ha estado Ud. en la India? ¿Ha visto cómo están allí las cajas de fusibles?". Sus contribuciones, en fin, a los debates sobre política contemporánea son igualmente celebrados. Aún se recuerda cuando, para solucionar el problema del tráfico en Londres, propuso que se prohibiera el turismo en la ciudad, porque eran los turistas los que lo entorpecían, algo que se parece mucho a lo que, en aquel maravilloso sketch de Sí, ministro, el director de un hospital, impoluto pero vacío, le respondía al ministro de Sanidad, cuando este le preguntaba por qué no había enfermos: "¿Enfermos? De ningún modo: si hubiera enfermos, habría déficit". La noticia de El País no ha dado cuenta de la conversación que mantuvieron Felipe, Isabel y Francisco, lo que nos ha impedido saber si el duque de Edimburgo ha protagonizado alguna otra de sus magistrales intervenciones (como preguntarle, por ejemplo, a Francisco: "Y Usted, ¿a qué tintorería lleva la ropa?"). No obstante, sí ha informado de que el encuentro fue extraordinariamente breve: duró solo 17 minutos. Felipe e Isabel llegaron casi media hora tarde, y Francisco quiso devolverles la gentileza acortando el tiempo de la entrevista. Para justificar su retraso, la reina de Inglaterra había dicho: "Oh, discúlpenos, por favor. Estábamos teniendo un almuerzo muy agradable con el presidente Napolitano". Se conoce que tantos años de matrimonio la han contagiado de las mejores prendas de su marido.
No seré yo quien defienda a ningún Papa, pero me gusta como Francisco trata con distancia y displicencia a los dirigentes mundiales... justo al contrario que sus antecesores, tan lameculos de los poderosos. Hace poco también lo visitó Obama, y Francisco lo trató como si estuviera recibiendo a algún pesado vendedor de aspiradoras.
ResponderEliminarSí, Francisco ha dulcificado la imagen papal, aunque no era difícil después de dos pontificados infernales como los de Wojtyla y Ratzinger. Es verdad que tiene gestos más humanos y hasta declaraciones que no llevan a proferir gritos de indignación, como las que solían hacer sus predecesores. Sin embargo, Francisco sigue siendo el jefe de una secta judeocristiana integrista de un estado teocrático, y, como tal, no me inspira ninguna simpatía.
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