Sí, volvemos a España, pero solo de vacaciones. Decidimos esta vez prescindir del Gatwick Express (que es rápido pero caro, y que exige desplazarse hasta la estación Victoria, lo que no es poca cosa con una maleta, dos trolleys, un bolso y una mochila) e ir al aeropuerto con un medio de transporte alternativo: el coche de alquiler con chófer. Suena suntuoso, pero es solo un taxi algo más refinado. Contratamos el servicio para la tarde, y el conductor se presenta un cuarto antes de lo concertado. Siempre es así: los ingleses son demasiado puntuales. Es un hombre mayor, de cabeza cuadrada y vientre redondo, unidos ambos por unos tirantes azules. Ya en marcha, al saber que somos españoles, nos hace notar que estamos viajando en un coche español, un Seat. Objeto que Seat ya no es española, sino alemana, y él apostilla que, desde que es alemana, Seat solo ha tenido pérdidas. Revela luego, con un siseo de inteligencia, que, en realidad, lo que quería Volkswagen al quedarse con la empresa española, era extender su poder por el mundo, aunque no acabo de entender cómo se puede extender el poder por el mundo cuando solo se tienen pérdidas. Seguramente, el abuelo de este hombre combatió en la Primera Guerra Mundial, y el padre, en la Segunda; y quizá los mataron allí. (Los alemanes lo tienen difícil en Inglaterra: son la única nación del planeta que ha bombardeado el país, y, además, en dos guerras distintas). La carrera hasta Gatwick, en condiciones normales, dura entre tres cuartos de hora y una hora, pero hoy es viernes, y el tráfico es espeso: aquí, como en todas partes, la gente está deseando irse; a dónde, no importa: solo irse. Durante los primeros cuarenta y cinco minutos de trayecto circulamos por terreno urbanizado: no vemos ni una solo espacio vacío, ni un solo lugar, solar o prado, en el que no haya una construcción humana; es la ciudad constante. Primero son barrios del propio Londres -Wandsworth, Richmond, Putney-; luego, municipios independientes, pero adheridos a la conurbación. Y no son bonitos, sino una sucesión de tiendas de barrio, almacenes con ofertas, casas baratas, zonas de aparcamiento, restaurantes de todas las nacionalidades imaginables, iglesias sin espectacularidad y, conforme nos alejamos, grandes superficies y entrecruzamientos de calles, carreteras y, por fin, autopistas. Como en cualquier otra metrópolis, pero más extenso. Mientras atravesamos este amontonamiento de lateralidades urbanas, escuchamos la radio. Nuestro conductor no ha puesto música, sino las noticias del canal internacional de la BBC. Nos pregunta si preferimos música, pero nos parece bien oír el noticiario. Si estuviéramos en España, probablemente el conductor habría sintonizado alguna emisora filofascista, como la COPE, y entonces no dudaríamos en pedir el cambio, aunque ello nos obligara a escuchar a Manolo Escobar o al más ignominioso todavía Raphael. Pero el ambiente es amable aquí, y lo dejamos como está. Como en ese momento están informando sobre las últimas incidencias del juicio a Oscar Pistorius, el atleta minusválido, pero más válido que casi todos, que apioló a su novia, el chófer también nos pregunta si el caso recibe atención en España. Le respondo que sí; y es cierto: casi cada día, en El País, hay alguna información sobre el desarrollo del juicio. A mí no me importa demasiado, la verdad, y, si Pistorius no tuviera las piernas de fibra de carbono, no creo que le importase a nadie. Pero a la condición de hombre semibiónico se ha sumado la de posible asesino, y eso excita el morbo popular. Me sigue maravillando que la locutora de la BBC llame al encausado, en todo momento, "el señor Pistorius". Este sustrato de respeto, aun con quien pueda ser un homicida, se me antoja admirable. En España no oigo a nadie llamar a Bárcenas "el señor Bárcenas", ni al violador del Ensanche, "el señor Pérez Abellán": allí preferimos tratar a todos, y sobre todo a los peores, con familiaridad mediterránea, sin fórmulas distanciadoras, como gente cuya ausencia de títulos nos autoriza a decir lo que nos plazca sobre ellos; y eso cuando no los mencionamos con expresiones más directas todavía, como "el Lute" o "el Bigotes". (Recuerdo a Fernando Rodríguez de la Flor leer una ponencia en un curso de verano sobre Antonio Gamoneda, en la que siempre se refería al poeta como "el señor Gamoneda": qué insólito, que bien). El coche, por fin, abandona el casi infinito Gran Londres y, desde Epsom -el lugar donde se corre el famoso Derby-, nos adentramos en Sussex, con su campiña casi tan infinita como las edificaciones de la capital, sus arboledas amarillas, su salpicadura de casas, y sus rebaños de ovejas de cabeza y patas negras manchando de blanco el verde interminable. Brilla un sol sin titubeos, y una laca de oro fija todo cuanto vemos. Poco después, llegamos al Gatwick, y, tras poco más dos horas de vuelo, a España. Los países son sus olores. El aeropuerto de Barcelona huele a caramelo de fresa, aunque Álvaro lo identifica más con un caramelo de miel. Y Barcelona huele a humedad, hoy más que nunca: está lloviendo.
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