El rugby es un deporte fascinante y, si además entendiera sus reglas, ya sería la monda. En Inglaterra lo retransmiten mucho por televisión -es uno de los deportes nacionales, aunque ¿qué deporte no es nacional de Inglaterra?: hasta el ping-pong se inventó aquí- y, a veces, me quedo hipnotizado en el sofá ante las oleadas sucesivas de atacantes que se estampan contra el dique fluido pero inamovible de los defensores. En España, en cambio, el rugby se veía poco en la tele y, cuando se veía, si era un partido internacional, era deprimente: España perdía 58 a cero contra Italia o Rumanía, y, si el adversario era británico, aunque bastaba que fuese una excolonia británica, al marcador le faltaban números suficientes para reflejar el resultado. Ello no obstante, en Cataluña hay una cierta tradición rugbística (¿se dirá así?), cuyo centro se sitúa en Sant Boi de Llobregat, una población del cinturón industrial de Barcelona. No es extraño que Sant Boi sea conocido también por su manicomio. Mis recuerdos del rugby empiezan con mi padre, que es con quien suele empezar todo. En aquellos tiempos en los que solo había un canal de televisión, o, algo más tarde, dos, no quedaba más remedio que ver lo que echaran. Y, a veces, para mi sorpresa, echaban rugby. Mi padre, siempre anglófilo y con una querencia extraña por los espectáculos exóticos (que yo he heredado, como revela mi amor por la poesía), disfrutaba entonces como un colegial. Se quedaba extasiado ante los movimientos coordinados de los equipos -coordinados, claro está, en los escasos momentos en que no estaban los jugadores de ambos equipos fundidos en una montonera bestial, de la que emergían decenas de manos y pies, como si aquel caparazón de cuerpos cobijara en realidad a un ciempiés- y ponderaba la belleza de aquellos ataques horizontales, en los que la pelota pasaba de mano en mano como una cremallera que se cerrase. De hecho, esa es la única norma que conozco del rugby: el balón no puede pasarse hacia adelante, sino solo en paralelo o hacia atrás; si se incumple, es avant, y el equipo que lo ha cometido es penalizado, creo que con un golpe de castigo, que no es una colleja al infractor, como yo pensaba de niño, sino un patadón tremendo cuyo objetivo es pasar el balón por encima de la portería (creo que se llama portería a la hache gigantesca que hay en ambos extremos del campo, pero no estoy seguro). Admito que un ataque que culmine en ensayo, con todos los jugadores corriendo a la par, y eludiendo o estrellándose contra la defensa contraria (pero salvando, en cualquier caso, la circulación del balón), constituye un hermoso, aunque fugaz, espectáculo. Pero, para disfrutar de él, había, y sigue habiendo, que pasar por innumerables momentos de confusión: la pelota se cae, los jugadores se amontonan, el árbitro pita de repente algo que los espectadores (y creo que también los jugadores) ignoran, se organiza una melé, la melé se deshace, la pelota vuelve a caerse, los jugadores vuelven a amontonarse, unos placan a otros, otros placan a unos, y todo, en fin, se desarrolla en un ambiente de barahúnda y consternación. Qué distinto, por favor, de la nitidez del tenis o del sosiego del golf, por no hablar de la apacibilidad estatuaria del ajedrez. En particular, nunca he entendido por qué el equipo que ha tirado el balón fuera no se ve perjudicado por esa acción. El que lo vuelve a poner en juego lo hace, me parece, con estricta imparcialidad, situando el cuero entre las líneas de los dos equipos; es más, tiene que hacerlo así, porque, si no, comete una infracción, y se pita falta. ¿En qué deporte se ha visto que no puedas beneficiarte de la impericia del contrario? Aunque es verdad que el rugby no destaca por la claridad de sus normas -algo tendrá que ver con ello, quizá, que quien lo inventara fuese estudiante de Teología-, también lo es que ha sabido desarrollar una mitología propia de la que disfrutamos incluso los que no lo entendemos. Las hakas de los neozelandeses, por ejemplo, son un espectáculo memorable, al que atienden con respeto los equipos contrarios y con placer los espectadores de todo mundo, aunque debo decir que, si yo estuviera en el campo, delante de los all blacks, escuchando cómo quince tipos de dos metros y más de ciento veinte quilos de peso cada uno entonan ante mis narices el canto de guerra maorí (de contenido singularmente poético: "¡yo muero!, ¡yo muero!, ¡yo vivo!, ¡yo vivo!, ¡este es el guerrero peludo que ha ido a buscar al Sol y lo ha hecho brillar otra vez!, ¡da luz, amanecer!"), no tendría ganas de correr hacia su portería, sino hacia la mía, y más allá. Otro elemento legendario del deporte que más ha tardado en hacerse profesional, es la fraternidad entre los jugadores. Esos mismos macistes que se lanzan unos contra otros con ferocidad de búfalos, como una horda de neandertales contra la horda vecina, se reúnen después en un pub para aliviar con unas cuantas pintas de cerveza las magulladuras del encuentro y comentar sus incidencias (el tercer tiempo se le llama en Inglaterra a esta reunión): "¿Qué, qué tal?", le dice uno, jovialmente, a un contrario. "Casi me arrancas la cabeza, colega", responde este, "pero te la he devuelto pisándote los huevos". "Sí, aún los tengo doloridos, pero qué cojonudo, ¿verdad?". "Sí, magnífico. Oye, ¿te vienes a pasar el fin de semana con nosotros, con la mujer y los niños?", concluirá el otro, chupando soñadoramente la cerveza. Yo solo he conocido en mi vida a tres jugadores de rugby, dos de ellos argentinos. Con el primero coincidí haciendo judo. Se conoce que sentía pasión por las emociones fuertes, aunque el físico no le acompañara: era delgado como un pirulí. Creo que fue el único al que derribé en mis siete u ocho años de judoka. Nos hicimos amigos, y me contó que había empezado a practicar el rugby con gran ilusión, hasta que disputó su primer partido. En la primera jugada, un contrario se le lanzó al estómago. Ni siquiera tenía la pelota, pero el defensor no reparó en aquel detalle: su estómago era un objetivo tan legítimo como cualquier otro, y seguramente, a juzgar por su endeblez, mucho más accesible. Cuando mi amigo salió de la enfermería, decidió no volver a jugar a rugby, aunque nunca acabé de entender por qué se decantó entonces por las artes marciales. El rugby tiene una gran tradición en la Argentina. Al equipo nacional se le llama "Los Pumas" (aunque, curiosamente, el emblema de la camiseta sea un yaguareté, un jaguar, que en una gira por Sudáfrica confundieron con un puma; esto de los apodos de los equipos es muy revelador: a la confusión argentina se suma la previsibilidad española -los Toros- y la rareza de los georgianos, que son los Lelos, quizá como consecuencia de los muchos testarazos que se producen en los partidos), y son unos tanques de cuidado. Recuerdo un artículo de Jacinto Antón, extraordinario, que leí hace muchos años, y que luego él ha recogido en un volumen muy recomendable, Pilotos, caimanes y otras aventuras extraordinarias, en el que contaba su experiencia como jugador de rugby (porque, inverosímilmente, lo ha sido) contra una selección argentina. Decía que era un partido de exhibición, pero especificaba: "de ellos".
Si me permite un matiz, Lord Moga: el nombre con el que se conoce a la selección española de rugby es Los Leones.
ResponderEliminarEl rugby (union) es toda una experiencia, no sólo deportiva sino moral (sus códigos, muchos más desarrollados que en el fungol) y también antropológica. Hay en él una forma hobbesiana de entender el ser del hombre, pero a la vez se trabaja una purificación de esa naturaleza, mediante la catarsis que produce el esfuerzo colectivo y el enfrentamiento (fiero pero respetuoso) con el contrario. En pocos deportes se respeta tanto el referee. Tal vez sólo el cricket sea todavía más inglés y más 'señor'. Por cierto, ¿no dan por las televisiones inglesas partidos de la liga inglesa (County Championship) que se ha iniciado este mismo mes de abril?
un saludo
Tomo nota, herr Horrach, de su atinada precisión, aunque debo significarle que, en esa enciclopedia infinita que es Wikipedia, la selección española de rugby también aparece apodada como "Los Toros". Observo, y aplaudo, su estima de los códigos morales y las leyes no escritas del rugby, de raíces tan filosóficas, en las que, lo confieso con vergüenza, nunca había reparado. Voy a intentar apreciarlas también la próxima vez que vea a una manada de ñus, enfundados en elásticas a rayas, acometer, con furia indecible, a otra manada no menos furiosa, y con elástica lisa. En cuanto a la County Championship, sí, se televisa, y es, créame, un somnífero excelente. No obstante, intentaré mantenerme despierto en alguna ocasión, para poder componer alguna entrada sobre el deporte de su predilección.
EliminarCreo que no se llama portería, sino postes!!
ResponderEliminarNo se sé si llaman "Los Leones" o "Los Toros"; cuando leí que se llamaban los Leones, pensé será por el animal o por legio (como León capital); en cualquier caso, sean leones, toros o legionarios, yo siempre los he visto como unos gladiadores!!
No sé si es porque tengo un amigo mañico que jugaba al rugby, pero me gusta verlo, de cuando en cuando!!
Un Abrazo
Johannes von Horrach, que aparece tanto arriba como abajo, querida Amelia, ha resuelto que son "Los Leones", y yo no tengo nada que decir, salvo que me consta que también se les llama, como segundo apodo, y con escasa imaginación, "Los Toros". Pero tanto si son toros como si son leones, su ferocidad es poca: en las competiciones internacionales, siempre quedamos los últimos, salvo si jugamos contra Andorra. Muchos besos.
EliminarYa sabe que la Wiki es bastante falible. En este caso, desconozco si los Toros es un segundo apelativo qye recibe la selección española de rugby, pero de lo que no hay ninguna duda es que los Leones es el santo y seña oficial.
ResponderEliminarEl cricket es algo único, un juego que sólo podían crear los ingleses y venerar los antiguos súbditos de su Graciosa Majestad. Este verano será precioso, pues visitan la metrópoli Sri Lanka y la India!
Lord Moga, no se crea, los leones españoles han mejorado estos últimos años... desde que han ido reclutando a hispano-franceses y algún argentino. Lejos queda ya su participación en la Copa del Mundo de 1999, en la que se enfrentaron a los fantásticos Springboks de Van der Westhuizen.
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