Me he citado en Plasencia con Álex Chico, que es placentino. Álex está pasando unos días con su familia, y hemos decidido tomarnos una cerveza en la plaza Mayor. Es curioso: con él me voy viendo en lugares muy distintos, desde Hoyos hasta Londres, además de Barcelona, por supuesto. Creo que, fuera de los miembros de mi familia, es la persona con la que he coincidido en una geografía más diversa, y no sabría decir por qué. No hace demasiado que nos conocemos, pero es como si nos conociéramos de toda la vida. Cuando llego al centro de Plasencia, la plaza no está muy concurrida todavía. Reconozco las terrazas, los soportales, el quiosco, el ayuntamiento. Nos sentamos en "El Torero", un local esquinero, con sillas metálicas y camareros amables. Caen varias cervezas, interrumpidas por que a Álex se le apaga constantemente el cigarrillo. Es una de esas liaduras que parecen un porro y que Álex chupa con delectación, pero cuya brasa no dura. Mi amigo se embarca entonces en la busca del fuego: se lo pide al camarero, a los vecinos de mesa, a los vecinos de las mesas más alejadas. Pero sufre, porque, hombre considerado, no quiere pedirle fuego a la misma persona más de dos veces. Le sugiero la posibilidad de comprarse un mechero, y él asiente con entusiasmo. Hasta se acerca a un estanco próximo para comprarlo, pero está cerrado. Entre excursión y excursión en procura de la llama sagrada, hablamos de nuestras vidas, barcelonesa y londinense, de los libros que hemos publicado o queremos publicar, de poetas y poetastros, de amigos comunes, de mujeres (las nuestras, desde luego, aunque no podemos evitar dedicarles también alguna atención a las mozas garridas que desfilan ante nosotros, extraña mezcla de ruralismo y modernez). Y también de la gente de Plasencia, a la que Álex, con la autoridad que le otorga ser uno de ellos, considera rara. Buena y casi siempre generosa, pero rara. Cuando, tras un buen rato de conversación, vamos a buscar a Ángeles, que viene de hacer unas compras, advertimos la amenaza que se cierne sobre nosotros: una banda militar, o de algún cuerpo uniformado, entra en la plaza a los sones de bombos, trompetas y platillos. Es el prólogo de la inevitable procesión. Hay mucha más gente ahora en el coso que cuando hemos llegado. Muchos se arremolinan alrededor de los músicos, ansiosos por disfrutar de los desfiles y las charangas. En Semana Santa, cualquier escuadra que marche a paso regular por la calle tiene una extraordinaria capacidad de imantación. Huimos del lugar antes de que la muchedumbre tapone los accesos, y recogemos a Ángeles, que se ha hecho algún lío para llegar al centro. Vamos luego a "La puerta de Tannhäuser", el bar-librería, inaugurado hace tres años, que se ha convertido en referencia cultural, y en uno de los espacios más agradables de la región. Repaso los bien nutridos estantes y constato dos cosas: la abundante presencia de géneros minoritarios (poesía, ensayo, cine) y la naturaleza estrictamente literaria del lugar: las editoriales y colecciones seleccionadas, y hasta los títulos que se exhiben, no son meramente libros, baratijas de la industria editorial, sino literatura, hijos de la inteligencia, del amor a la palabra y del respeto por la letra impresa. En "La puerta de Tanhäuser" no hay best-sellers, ni libros de autoayuda, ni engendros escritos por personajes de la televisión (es decir, por sus negros). Viendo lo publicado por Periférica, por Páginas de Espuma, por Pepitas de Calabaza, por Pre-Textos, por Bartleby, por Ediciones Liliputienses, por tantos otros, uno se reconcilia con los libreros y con las librerías. Veo, en la sección de poesía, los libros que Javier Pérez Walias y el propio Álex han publicado en De la Luna Libros. Tengo en las manos la Vida de Juan Ramón Jiménez, pero no me decido a comprarla, aunque supongo que acabaré haciéndolo. Busco un libro sobre boxeo, del que habló hace poco un crítico en El País -el boxeo, lo confieso, me interesa mucho, sobre todo literariamente-, pero no somos capaces de dar con él. Por fin, me compro La sociedad del cansancio, de Byung-Chul Han (que un catalán compre en Extremadura un libro escrito por un surcoreano que vive en Berlín es uno de los grandes logros de la globalización), y Amanece, que no es poco, de José Luis Cuerda, que recoge el guión original y el relato de la concepción y filmación de una película mítica en la historia del cine español, que todavía me hace reír (y pensar), después de haberla visto doce o quince veces. La conversación con Álex prosigue, aunque ya no ante una cerveza, sino ante una infusión de manzana (yo; él sigue fiel a Mahou). Voy al lavabo, y observo que la indicación de cuál es el de mujeres y cuál el de hombres, es, en ambos casos, una foto: para los caballeros, la cara de Rutger Hauer, en el papel del replicante Roy Batty; y para las damas, la de Daryl Hannah, en el de Pris, aquel "modelo básico de placer", de pelos erizados, ojos claros y enloquecidos, y maquillaje de yeso. "La puerta de Tannhäuser" es, claro, un homenaje a otra película legendaria, Blade Runner, de Ridley Scott, que recuerdo haber visto en 1982, en Morella, aprovechando un alto en un viaje con amigos por el Maestrazgo. "Yo he visto cosas que vosotros no creeríais", le dice un Roy agonizante al policía -también replicante, aunque él no lo sepa todavía- que ha intentado matarlo: "Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir". Y pienso que el hermoso bar-librería de Plasencia se llama "La puerta de Tannhäuser", que tiene vagas resonancias operísticas, pero podría igualmente llamarse "Cosas que no creeríais", "Más allá de Orión", "Rayos-C" o incluso, si uno no le hace ascos a un poco de cursilería, "Lágrimas en la lluvia". Pero ya es tarde y hemos de volver a Hoyos. Para llegar al coche, tenemos que atravesar otra vez la plaza Mayor, en el que está dispuesta ya la ineludible procesión y un público ingente a su alrededor. Observamos a los personajes que la abren, romanos a caballo y a pie. Sus cascos, de una hojalata muy pulida, brillan como espejos, y las capas, blancas, se les derraman por la espalda y por el lomo de las monturas como las de la Guardia Mora de Franco. Por detrás, los nazarenos aguardan también a la señal para que arranque el paso. Van de blanco, y llevan unos capirotes como pértigas. Nos alejamos cuanto antes, mientras la multitud se remueve, con un fragor sordo, ansiosa por que empiece el espectáculo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario