Yo solo vi una vez en persona a Octavio Paz. Fue en la Universidad de Barcelona, cuando estudiaba Filología, hace muchos años ya. El paraninfo estaba abarrotado, de estudiantes y de público en general, y Paz presidía la mesa de oradores, flanqueado por gente muy importante, supongo, en gradación descendente: el rector de la Universidad, el decano de la facultad de Filología, los catedráticos de literatura española, los profesores de literatura hispanoamericana. La escena tenía robustez mitológica: el gran hombre ocupaba el centro, y a su alrededor se disponían los acólitos, las semidivinidades (en algún caso, por lo que yo había podido comprobar en clase, muy semi). En aquel lugar en el que sabios de todos los tiempos miraban, desde óleos catedralicios, lo que ocurría en la sala; en aquel espacio de púlpitos, pináculos, altorrelieves y espesos cortinajes; en aquel templo de la inteligencia, en el corazón del Alma Máter, el mexicano aparecía con toda la grandeza de su majestad, con la dimensión casi inabarcable de su figura nobelizada. No recuerdo de qué habló –fue, como digo, hace mucho–, pero sí que, en el turno de preguntas, un estudiante exaltado –siempre los hay en estos actos multitudinarios; o los había, antes de que la resignación los domesticara– lo increpó por la matanza de Tlatelolco, como si él hubiera tenido algo que ver con aquel suceso, o como si lo hubiera aceptado o aplaudido. Paz no se revolvió con violencia ante la provocación: respondió con suavidad, recordando que, en protesta por aquellos hechos abominables, había dimitido de su cargo como embajador de México en la India. Observé aquella misma contención en otras intervenciones suyas: en la televisión española de los años 90, Paz participaba en un programa de entrevistas, junto a otro ensayista, o profesor universitario, o no sé qué, que defendía, con vehemencia rayana en el grito, un modelo absolutista de sociedad, aunque lo vistiera de radicalidad democrática, de integrismo liberal. El mexicano escuchaba con atención, hasta que, al llegar su turno, se limitó a decir: "Sí, pero eso que propones puede derivar muy fácilmente en el totalitarismo", y a continuación explicó por qué, con una templanza y una lucidez desarmantes. Después, hablando con amigos míos mexicanos, he sabido de la palabra acerba de Paz, de su extraordinaria habilidad dialéctica y, por lo tanto, de su igualmente extraordinaria habilidad para triturar a sus adversarios. No me sorprende, en realidad: quien escribe como él, posee sin duda un verbo capaz de todo: de una sutileza infinita, pero también para una acritud demoledora. En esas dos ocasiones en que pude escucharlo, triunfó su contención, con la cual desactivó a sus oponentes: la respuesta incisiva y discreta es el mejor antídoto contra la vociferación. Unas respuestas incisivas y discretas que él elevó a la categoría de obras de arte en El arco y la lira y Los hijos del limo, dos de los mejores ensayos literarios escritos jamás en nuestra lengua. Ignoro si aquel estudiante airado los había leído; quizá, si lo hubiera hecho, no se habría permitido semejante exabrupto. En cuanto al profesor que apareció con Paz en televisión, su nombre y sus ideas se me han borrado por completo de la memoria. El arco y la lira, Los hijos del limo y Libertad bajo palabra, en cambio, perduran en mi mente y en mi sensibilidad como ejemplos de pensamiento diamantino y de palabra exacta: como faros que no se extinguen.
(Este es el artículo con el que me he sumado al homenaje a Octavio Paz, publicado en el número de marzo-abril del Periódico de Poesía de la Universidad Nacional Autónoma de México)
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