Comí ayer con Julio en un restaurante italiano, especializado en gastronomía véneta, cerca de Oxford Circus, casi adyacente a la plaza Cavendish, una de las más nobles de Londres -lo que no es poca cosa, considerando el número de plazas nobilísimas con que cuenta la ciudad-, cuya construcción se remonta a principios del siglo XVIII. Entre sus palacios principales, observo el de la princesa Amelia, segunda hija de Jorge II. El restaurante en el que hemos quedado es muy italiano. El maître me saluda con afectuosa grandilocuencia y me lleva, arrebujado en una sonrisa enorme, a una mesa para dos. Una camarera oscura, regordeta, me pregunta si me puede guardar la chaqueta, pero me cuesta entenderla: su acento es tan fieramente meridional que deforma el inglés que habla. Tampoco importa mucho, porque, mientras espera a que me quite la cazadora, otros comensales le preguntan algo y se desentiende para siempre de mí y de mi ropa. Un tercer empleado, joven, melenudo, me trae una bandejita con aceitunas: habla con la rasposa gutualidad de Vito Corleone. Me pregunto por qué los italianos se sienten en la obligación de demostrar tan teatralmente que lo son. He llegado con diez minutos de adelanto, así que entretengo la espera zascandileando por internet. El Barça perdió ayer contra el Atlético de Madrid en la Liga de Campeones, y Juan Luis Calbarro, deplorablemente madridista, no ha perdido la oportunidad de restregármelo por la cara con un mensajito que incluye la imagen de unos aficionados del Barcelona cariacontecidos en el Calderón. Le devuelvo la maldad con un email en el que copio una foto de Messi marcando uno de los dos penaltis (muy justos) que le endosó a los blancos (de uniforme; de espíritu, muy negros) en el reciente 3 a 4 del Bernabeu. Llega por fin Julio, y empezamos a hablar. Madridista irredento también, lo primero que hace es refocilarse con la victoria de los colchoneros: se conoce que los merengues están muy necesitados de las satisfacciones que ellos mismos no pueden procurarse. Pero pronto pasamos a temas menos irrelevantes. Julio ha vuelto a Londres, como lleva haciendo periódicamente estos últimos años, para rematar su máster en cinematografía. Esta será su última estancia, si la Providencia no lo impide. (Para comer, pide unas sardinas, que le sirven frías, cuando las imaginaba calientes, y yo, pasta veneciana, con anchoas, que está rica, pero que es poco más que una tapa de fideos). Julio está en ese último sprint, enloquecedor, agotador, que caracteriza el final de los grandes (o, por lo menos, largos) proyectos de estudio o investigación, como algunos másteres y las tesis doctorales. Sé, en estos momentos, de varios amigos enfrascados en la conclusión de sus tesis -Julio César Galán, Juan Soros- y del comprensible agobio que sienten, y recuerdo con claridad el que yo mismo sufrí, hace tres años, cuando me acercaba al final de la mía. También sé de casos espeluznantes: licenciados que han tardado lustros, o décadas, en completar las suyas, o que ni siquiera han llegado a hacerlo; gente, incluso, que ha salido trastornada del esfuerzo. Las tesis doctorales son un rito de paso, casi tan sangriento, en España, como los toros o las oposiciones, e ideales para que uno deteste, hasta el fin de los tiempos, el tema que haya elegido. Son también un genero literario propio, con normas, exigencias y prohibiciones específicas, que de ningún modo cabe desatender. Lo más trágico del asunto es que la inmensa mayoría de las tesis no sirven para nada: muchas están pobremente escritas, y no pocas son, sin más, ilegibles; y casi ninguna se publica, porque ningún editor considera que puedan interesar a nadie, salvo a una exigua, y cada vez más menguante intelectualmente, comunidad académica. En realidad, las tesis son actos burocráticos: mastodónticos, pero burocráticos, y su única utilidad es conferir a su autor la condición administrativa necesaria para concurrir a determinados puestos de trabajo, normalmente en la propia universidad. Julio se muestra crítico también con el prestigio universitario inglés, y yo estoy de acuerdo con él, aunque con matices. Es verdad que el bagaje teórico que aportan las universidades británicas es muy limitado, pero también lo es que cultivan algo que las españolas desdeñan contumaz y lamentablemente: la escritura de ensayos -esto es, la ordenación del pensamiento- y su exposición pública. Acabada la comida, y abonada la astronómica cuenta, que nos ha traído el maître con una sonrisa que excedía a la de José Vélez, nos echamos a Oxford Street como dos aventureros polares que arrostraran una ventisca. Nos enfrentamos a riadas de gente en un estado casi simiesco de excitación, motivado por la sucesión de escaparates de lujo, que surten un efecto euforizante superior al del pentotal. Pero hay que intentar no oponerse a ellas, sino aprovechar su caudal desmesurado: dejarse llevar, como una barquita indefensa en una corriente ecuatorial. Acompaño a Julio hasta la parada de metro de Bond Street. Vemos a muchas árabes, tapadas hasta casi la invisibilidad, pero hablando por móviles con fundas de Chanel. Nos despedimos con un abrazo, y regreso a Oxford Circus, donde se cruzan Oxford y Regent Street. Es una de las encrucijadas más populosas de la ciudad, parecida a esa otra, de Tokio, la más transitada del mundo, en la que confluyen millones de personas a diario, aunque a mí tanto una como otra me recuerdan, más bien, a esos puntos en los que se reúnen dos corrientes monstruosas de agua: el río Negro con el Amazonas, por ejemplo. Para facilitar la circulación, los preclaros munícipes de Londres pensaron en ampliar los pasos de peatones habilitando, además de los laterales, uno en diagonal. Construirlo costó 20 millones de libras. Yo lo utilizo, porque me hace ilusión conocer esa nueva perspectiva callejera, pero conmigo solo van diez o doce personas. Las otras quinientas mil que hay en este momento aquí utilizan los pasos de siempre. La ganancia no es despreciable: llego al otro lado cinco segundos antes que ellas. Ya en el metro, un operario anuncia, en el andén, las últimas incidencias de la circulación. En Londres siempre hay incidencias en la circulación del metro. El hombre luce el uniforme del London Transport, el chaleco amarillo reglamentario y una cresta punk, fucsia, de medio metro de altura.
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