Francisco Umbral salía a comprar el pan y el periódico. En su caso, el binomio se explicaba con facilidad: con el segundo se ganaba el primero. De aquellas excursiones matutinas suyas, salieron artículos y relatos, y, sobre todo, la constancia, por si no la hubiera todavía, de una forma de mirar, que, cuando es original, conduce necesariamente a un atmósfera singular. Hay un Madrid que solo es de Umbral, como hay una Barcelona que solo es de Vázquez Montalbán. Yo no soy Umbral, ni esto es Madrid, pero también salgo a comprar casi todas las mañanas. No es lo primero que hago: lo primero es siempre escribir la entrada del diario, como ahora mismo. Luego, muchos días, abordo en lo que esté trabajando, y solo al cabo de un par de horas, cuando me empieza a chirriar la espalda por tanta silla de oficina y tanto ordenador, salgo a la calle. Tampoco compro el pan, porque aquí no hay panaderías. Parece increíble, pero es así. Hay supermercados, tiendas de ultramarinos (que, etimológicamente, lo son en sentido estricto: sus dueños provienen casi todos de allende el mar: Somalia, la India o Paquistán) y cafés que se hacen pasar por franceses, con baguettes, brioches y toda esa repostería continental que a los ingleses les encanta consumir los domingos por la mañana. Pero panaderías como las de nuestras madres, aquellas tahonas seculares en las que uno entraba y simplemente decía: "Una de medio, por favor", o "una de cuarto" (o, si estaba en Cataluña, como era mi caso, "una de payés"), y recibía una barra acorazada, áurea, crujiente, olorosa a tierra y a cereal, por unas pocas monedas, de esas no hay. Me limito, pues, a comprar el periódico, que se vende en el supermercado de una urbanización lo suficientemente cercana como para que la salida no resulte onerosa, pero lo bastante alejada como para que paseo sea reparador. Hoy, como tantos otros días de primavera en Londres, hace frío, pero luce el sol. Pese a los altos niveles de contaminación que ha sufrido la ciudad las últimas semanas, el aire parece extrañamente puro, casi quebradizo de tan cristalino. Observo que hay muchas casas en obras en la zona. El mercado inmobiliario sigue pujante. En un balcón, un operario lija el suelo con un aparato que hace el mismo ruido que el torno de los dentistas, pero a lo bestia. Mirar a lo alto casi ha hecho que pisara un estruendoso zurullo de perro: parece la bosta de una vaca. Es piramidal, salomónico: se despliega como una ensaimada (de Mallorca) que describiera bucles hacia el cielo; es una boñiga suntuosa y fractal. Para mi pasmo, más allá encuentro otra, de la misma textura y disposición. Pero es imposible que ambas cagarrutas hayan sido evacuadas por el mismo chucho: tanta mierda no cabe en un solo intestino. Aún me sorprende este incivismo en un país que, en la mitología de los pueblos latinos, por lo menos en la que circulaba en mi juventud, se ha tenido siempre por civilizado. Pero existe, sin duda. Justo cuando estoy pensando que existe, pasa por la calle un coche, inevitablemente conducido por un joven, con la música al volumen al que se ponen los discos de Nina Hagen con los que se tortura a los prisioneros de Guantánamo. Yo creía que este mongolismo decibélico solo ocurría en lugares desvergonzados y estrepitosos, como España, pero constato, una vez más, que stultorum infinitus est numerus: la estupidez es universal. Detrás del automóvil-amplificador, pasa un Bentley, y luego, una calle más allá, otro. Los Bentleys no tienen la prestancia augusta de los Rolls-Royce, pero no son poca cosa: circulan con magnificencia, como góndolas con ruedas, sabedores de su grandeza, algo añeja, sí, pero no hay grandeza sin alguna ancianidad. Los ingleses adoran los coches lujosos, los coches antiguos, los deportivos, los descapotables. Y quizá sean los coches a lo que demuestran más apego, e incluso más amor. Una nube, gordísima, engulle ahora al sol. Sin su caricia atemperadora, el frío araña la piel. A Inglaterra se le llama el país de las brumas, pero es, en realidad, el país de las nubes, como sabían bien sus pintores paisajistas. Hay siempre un desfile de algodones, montuosos y monstruosos, en lo alto. Pero pasan deprisa, impulsadas por los vientos del Atlántico. Esta también lo hace, arrastrando sus grises casi negros consigo. Brilla el sol, es cierto, pero en cualquier momento podría caer un chaparrón aterrador. Contra la nube devoradora pero fugaz se imprime ahora la silueta de un avión, que vuela a lo que me parece una altura sorprendentemente baja. También el avión hace ruido, casi tanto como el del coche del joven subnormal. Lo hacen todos los que se dirigen a alguno de los cinco aeropuertos de Londres (que son, no obstante, insuficientes para atender el tráfico aéreo de la capital), y me asombra este estampido constante, este chirriar como de batidora gigantesca que se derrama, dolorosamente, por las calles y las casas, sobre todo en algunos barrios de la ciudad, como, ay, el mío. Cuando ya estoy llegando al supermercado en el que compro El País, veo un buzón, uno de esos buzones rojos y minuciosamente roñosos, tan típicos de Londres como sus cabinas de teléfono o sus autobuses de dos pisos, también rojos. Tiro la carta que me ha dejado preparada Ángeles, y que contiene sus respuesta a una encuesta que nos han enviado los conservadores de Wandsworth. Siendo conservadores, la encuesta solo podía ser sobre seguridad. ¿Ha sido Ud. victima de algún delito en los dos últimos años?, preguntan; en ese caso, ¿está Ud. contento con los servicios prestados por la policía?; y también, como ineludible corolario: ¿Cree Ud. que debería haber más policía en el barrio? Me han dado ganas de responder que el único atraco del que hemos sido, y seguimos siendo, víctimas es el alquiler que tenemos que pagar, pero he preferido dejarlo correr. Ángeles, más entusiasta (y más conservadora) que yo, sí ha contestado. Pero soy injusto: los conservadores también nos han preguntado si estamos a favor de que el metro llegue a Battersea. Por supuesto, hemos respondido: con los impuestos que pagamos, no esperamos menos. A todo esto, de los laboristas no hemos sabido nada. Como en España. Compro, por fin, el periódico, que esta vez no me ha pispado alguno de los compatriotas que deben de vivir en la urbanización: si llego demasiado tarde, los pocos ejemplares que hay ya han desaparecido. Vuelvo a casa leyendo. Ya no siento el frío, ni los ruidos, y hasta puede que pise alguna mierda de perro, pero no me importa: leo.
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