No son los que oigo algunas mañanas, en Hoyos, cuando la luz se esfuerza por llegar al mundo, entre las turbiedades del sueño. Es el título de una novela corta de José Ángel Cilleruelo, publicada en 2011 por Paréntesis Editorial. No la había leído todavía. José Ángel regaló ejemplares a los amigos en alguna ocasión en que yo no estaba. Muchos de los libros que publicamos circulan así: en petit comité, de mano en mano, ocasión para la confidencia y la celebración íntima. Está bien. Hace poco, en un encuentro en Laie, José Ángel recordó su olvido, o mi ausencia, o ambos, y me hizo llegar, cariñosamente dedicado, un ejemplar del libro. A José Ángel lo conozco desde prácticamente mis inicios en esto de la poesía, hace más de veinte años. Los suyos son muy anteriores. Cuando yo todavía no había escrito un verso, ya reconocía su nombre en los papeles, y sabía de sus antologías, de sus poemarios, de sus críticas. Llegué incluso a averiguar, por casualidad, que un compañero de mis veranos infantiles había sido compañero suyo en el instituto, y que ya allí José Ángel descollaba por su afición a la palabra, y por tratarla con delicadeza. También he observado siempre en él una cordialidad -hacia la persona del escritor y, sobre todo, hacia el hecho de que escriba, sea cual sea su estilo- infrecuente en los letraheridos, casi siempre proclives a la indiferencia o el desdén. Él fue uno de los pocos escritores de Barcelona que asistió al acto de entrega del premio Adonáis, en 1995, cuando yo era solo un joven que había ganado un premio y que apenas conocía a nadie. Y hasta me felicitó al acabar. Desde entonces he seguido con atención y con querencia una obra múltiple y multitudinaria: primero, como poeta -Maleza compendia una excelente obra lírica, plena de sobriedad y sutileza-; después, como novelista -desde El visir de Abisinia, publicado en 2001, hasta Una sombra en Pekín o este Ladridos al amanecer, en 2011- y como bloguero, polifacético, conciso, sustancioso; y, siempre, como crítico, que se desempeña generosamente, y con asimismo rara ecuanimidad, en las páginas de El Ciervo, entre otros medios. Pese a su condición permanente, voraz, de escritor, y de escritor admirado, a José Ángel lo tengo, sobre todo, por amigo, y eso es fundamental para mí: aunque haya llegado a él por los vericuetos imprevisibles, y a menudo distantes, de la literatura, la persona es lo primero. Ladridos al amanecer prolonga una tradición narrativa individual en la que se mezclan el cosmopolitismo, el interés por la historia, la acuidad expresiva y la habilidad para construir (o reconstruir) atmósferas. La novela narra la historia de dos hermanos que sobreviven a la Segunda Guerra Mundial y cuyo destino en la República Democrática de Alemania que surge tras el conflicto, se rompe por la traición de uno de ellos. De Ladridos al amanecer me han interesado muchas cosas, pero, en particular, la evocación minuciosa y la aptitud arquitectónica: José Ángel es ducho en la recreación de ambientes, que se despliegan ante nosotros con una exactitud que no inhibe la sugerencia, la bruma connotativa, cierto deshilachamiento de los planos, como si un tapiz meticulosamente urdido no se hubiera querido rematar, y de sus bordes salieran hebras sueltas, filamentos sin ligazón, que constituyesen posibilidades de nuevos patrones, de arabescos distintos; es la ambigüedad, el misterio. Para ello es fundamental el tono empleado -lo fundamental siempre es el tono-, que en los libros de José Ángel se ajusta siempre, con precisión casi cronométrica, a las escenas descritas, al argumento desarrollado. Y para destilar ese tono, cuya textura resulta siempre indefinible, José Ángel se vale de algo que domina con maestría: el lenguaje poético. No quiero decir con ello que Ladridos al amanecer sea una novela lírica, un género -si es que lo es- anfibio y resbaladizo, cuyo mayor peligro es que sea más lírica que novela, sino que uno de los recursos que articulan su vibración lingüística, uno de los medios que obran el prodigio de que nos sintamos sumidos en un mundo que no hemos conocido, es el temblor metafórico, la caricia y, cuando es necesario, la aspereza de una palabra que excede, que quiere exceder, lo informativo y hasta lo desnudamente narrativo. Este es, por ejemplo, el brillante inicio del capítulo 13:
El sol descendía en el cielo como una cetonia por una tapia, con un brillo agónico que repetían las copas de los pinos y las cristaleras de los bloques más altos. Antes de que se detuviera frente al portal, revolviera el bolso en busca de la llave y abriera la puerta de aluminio, el ritmo de sus pasos menudos, saltarines, que yo tenía grabado en la cabeza, ya me había señalado mientras se acercaba que era ella. La he visto, por fin. Al salir para mi paseo vespertino me ha entretenido la melaza de la luz, su estertor de sangre que ha diluido el agua, pero aún impregna la piel junto a la herida. En la belleza sombría de ese instante me inquietaba su fascinación de símbolo trivial. Me había dejado arrastrar por su facilidad. Lo interpretaba como un escolar orgulloso de su ejercicio. Lo crepuscular iba suministrándome adjetivos para esa generalización que se esconde en la palabra "vida", igual que si yo fuera un personaje en una mala novela.
He leído Ladridos al amanecer estos días en Extremadura, que es muy distinta al Berlín comunista y a los lugares de Europa en que un hermano se esconde de la persecución del otro. Por eso me ha parecido un mérito sobresaliente que me sintiera en Berlín, aun rodeado de encinas y dehesas, de olivares y jaras, y angustiado por una delación que se comete como quien hinca un estilete en un corazón: con frialdad, como quien redacta un informe, aunando el espíritu científico y la venganza.
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