Cuando salgo temprano por la mañana a comprar el periódico y algo de desayuno en Sant Cugat, el pueblo (porque, a pesar de sus casi 80.000 habitantes, sigue siendo un pueblo) está vacío. Casi se me había olvidado esta sensación: de silencio, de ausencia, de sol primerizo y blando. Algunos inauguran la mañana con un café con leche en una terraza, pero son pocos. Las tiendas están cerradas. En la estafeta de Correos, a donde me acerco para recoger un envío certificado, hay dos o tres personas: nada que ver con las cosas soviéticas que se organizaban antes. Por las calles, la actividad diaria aún no engulle los pasos que damos, y los oímos resonar: como de noche, pero con luz. Vuelvo a casa, apañamos las maletas y los últimos detalles de la casa, y emprendemos camino. Pronto advertimos que hay muy pocos coches en las carreteras. Circulamos con fluidez, sin apenas compañía. Hacemos una primera parada en un área de descanso de la autopista. Estos lugares suelen estar abarrotados: hoy no hay nadie. Cuando apenas hemos entrado, la única camarera del local nos pregunta qué deseamos. Le respondo que orinar. Parece un poco decepcionada. Cuando salimos de los servicios, ahí sigue la mujer, mirándonos con fijeza, con una sonrisa de melamina, ansiosa por que le pidamos algo. Lo hacemos: dos zumos de naranja. Nos los exprime con diligencia de prestidigitador, y nos los tomamos en una mesa del comedor. En todo el rato que estamos allí, no entra nadie. La camarera continúa petrificada en la barra, mirando al exterior como un náufrago al horizonte. Proseguimos camino. Yo ocupo las horas leyendo El marqués y la esvástica, el libro que investiga en la desconcertante detención y encarcelamiento de César González-Ruano por parte de la Gestapo, en París, en 1942: un hecho insólito cuyos motivos nunca han sido desvelados, ni por el propio Ruano, ni por, me temo, esta investigación, que, pese a los muchos esfuerzos de sus autores, Rosa Sala Rose y Plàcid García-Planas, no ha conseguido dar con los documentos de los nazis que expliquen el caso, ni con pruebas o testimonios definitivos. Hay suficientes indicios, más que razonables (y el pertinaz silencio del propio Ruano es uno de los más reveladores), para pensar que el escritor se dedicaba a engañar a judíos deseosos de huir de los alemanes, haciéndoles creer que era un funcionario de la embajada española en París y proporcionándoles supuestos documentos que les permitirían huir a España, a cambio de dinero, joyas y obras de arte. Los desvalijaba, en realidad, con el macabro agravante de que muchos de esos judíos, si no todos, acababan siendo detenidos por los alemanes, o asesinados en la frontera pirenaica. Hacemos un segundo alto en el camino. Nos paramos, ahora, en un mesón de carretera, uno de esos lugares que parecen salidos de una película de Almodóvar, mezcla fascinante de modernidad y cutrez. Curiosamente, también paramos aquí en nuestro último viaje. Lo recuerdo al ver la cara del camarero, un hombre con perilla y aspecto de mosquetero muerto de hambre. En este local tampoco hay nadie. Y es enorme: el comedor se extiende, en penumbra, a nuestra izquierda; alguien lo está fregando. A la derecha queda la tienda, con revistas guarras, vídeos baratos, chocolatinas de todos los colores, mapas de carreteras y esas indescriptibles cestas de fuyola con frutas escarchadas. En el centro, el bar, con una barra sinuosa y dos camareros: el mosquetero triste y una joven con buen castellano, pero acento extranjero: rumana, quizá. La mujer, como la del área de descanso, me abruma a preguntas: ¿Qué desea? ¿Qué puedo ofrecerle? ¿Le apetece algo de comer? Pedimos un pincho de tortilla y dos aguas. Ambos camareros nos dan conversación; en realidad, se la dan a sí mismos, pero lo toleramos. El lugar es de una soledad infinita. Ella se lamenta de la crisis: en Calatayud -una ciudad grande, especifica- ha cerrado casi todo; ella misma tuvo un bar, y no llegaba a cubrir los gastos. Él practica una monodia metafísica: esto es un horror, aquí te sientes impotente, nunca sabes qué va a ser de ti; no da datos, pero abunda en lamentaciones existenciales. Tiene una mirada redonda, que atraviesa, con negrura, unas gafas de pasta impropias de un trabajador manual, y se queda clavada en la tuya, chirriante, desvalida. Su melancolía, que lo ha estragado, se derrama en los gestos, en los silencios. Ambos abominan del euro, que lo ha encarecido todo. Le asignan un valor de cien pesetas. Él remata la conversación -que, por nuestra parte, consiste en un intermitente asentir de cabeza, mientras masticamos resignadamente la tortilla- diciendo que quizá mañana se quede sin trabajo. Tragamos con dificultad el último pedazo del pincho y nos despedimos deseándoles buena suerte. Somos conscientes de que, cuando uno se siente en la obligación de desearle buena suerte al prójimo, es porque prevé que van a tenerla mala. De nuevo, en todo el rato que hemos pasado en el mesón, ni un solo cliente se ha unido a nosotros. Un par de horas después, ya estamos llegando a Madrid. Tomamos una radial, que nos conducirá en un suspiro a Avenida de América, una de esas autovías superferolíticas por las que nunca ha pasado un coche, excepto el nuestro, y que acaban de ser rescatadas, con el dinero de todos, para que las empresas concesionarias y los bancos que las financiaron no se queden sin el suyo. La peajera nos saluda alborozada cuando llegamos a la taquilla: nos da las buenas noches, nos cobra con una sonrisa, nos indica qué desvío debemos coger y nos desea buen viaje. Mientras lo hace, su único compañero en el peaje sale de su box, se apoya, negligente, en una mampara, y le da un generoso mordisco al bocadillo que tiene en las manos, mientras contempla el cielo estrellado. Nunca hemos tenido tan buena entrada en la ciudad: apenas hay coches por la Avenida de América, ni, de hecho, por el barrio: las calles están vacías. Vemos pasar, eso sí, hasta tres limusinas monstruosas, que, con tan poco tráfico, parecen transatlánticos enfilando una bocana, o haciéndose a la mar. Será que todos los conductores que no están en sus vehículos, están en ellas. Madrid sabe raro tan desierto. La noche está despoblada. Todo el país parece estarlo.
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