sábado, 31 de mayo de 2014

Las vidas de las imágenes

Supe de J. Jorge Sánchez mucho antes de conocer su blog, Bajo la lluvia. Había publicado sendos libros en dos buenas editoriales: Del Tercer Reich, en la añorada colección Germanía, y Filosofía de la minucia, en mi querida Bartleby, a cuyo catálogo yo también había contribuido con dos poemarios. La relación ha pasado a ser personal gracias a un medio impersonal: las bitácoras que ambos mantenemos, que nos han permitido entrar en contacto e intercambiar pareceres sobre algunos asuntos, y también sobre nuestros propios libros. Jorge me manda ahora La vida de las imágenes, publicado en 2013 por Luces de Gálibo, un sello tan sobrio como elegante. El libro impacta por su dureza intelectual. Quiero decir: es -como creo que es toda la literatura de Jorge- poesía de ideas, expresión de una mente que razona y debate, entramado de tesis y antítesis. Algo tiene que ver con ello, me parece, que su autor sea licenciado en Filosofía y doctor en Humanidades, con un especial interés por la teoría literaria y la política. Esto se advierte con claridad en su blog, donde la reflexión estética se alía, muy a menudo, con el análisis de la historia y la interpretación social. La sensualidad de la poesía de J. Jorge Sánchez no está, pues, en la fisonomía de las palabras, sino en su eclosión conceptual y en su desarrollo discursivo. No quiero decir con ello que no haya belleza en la exposición certera del pensamiento; la hay, y mucha, aunque sea de otro orden: su música es interior; su prosaísmo no canta: habla; su desnudez es casi aspereza. En La vida de las imágenes, Jorge desarrolla una idea central, que se recoge tanto en la primera estrofa del primer poema, "Las vidas de las imágenes (I)", como en la última composición del libro, "[Epílogo] Castoriadis en el ciberespacio". Aquella dice: "Hubo un tiempo en el que las imágenes/ habitaban el mundo de los hombres./ En esta época en que nos ha tocado vivir/ son los hombres quienes se alojan/ en el mundo de las imágenes". Y esta, con una formulación algo más barroca: "Parece que ya no es el hombre el que instituye la sociedad a través de lo imaginario,/ sino las representaciones las que construyen al hombre/ sirviéndose de la sociedad". El poemario trata, pues, de argumentar este hecho inevitable y nefasto, esta sustitución de un proceso razonable, en virtud del cual el hombre proyectaba la visión que tenía de sí mismo, y de lo que quería ser, en un mundo que recogía, y se adecuaba, a sus representaciones, por otro en el que algunos hombres, constituidos en poderes, fabrican los modelos sociales y de comportamiento a los que, para satisfacer sus intereses, han de adecuarse los demás, y los proyectan en la conciencia de estos a través de los medios de comunicación y, en especial, del cine. La vida de las imágenes se da, así, a una revisión, entre evocativa y crítica, de muchas de las películas fundamentales de la historia del cine, desde aquella primera filmación conocida, La salida de la fábrica, de 1895, hasta 21 gramos, la película de 2003 de Alejandro González Inárritu, pasando por algunas que constituyen también parte de mi patrimonio estético personal: la mítica Blade runner, la deliciosa Mediterráneo, la desgarradora Sin perdón. Pero lo fundamental del libro -y, en general, de la actitud literaria de J. Jorge Sánchez- es que esta revisión se hace con un genuino espíritu de impugnación. No porque el poeta no reconozca las virtudes estéticas de las películas de las que tratan sus poemas -las reconoce; si no, no les dedicaría los poemas-, sino porque en esas virtudes estéticas hinca el bisturí de su disidencia. Jorge hace lo que siempre debería hacer alguien que se pretenda intelectual: pensar con desobediencia, con rebeldía, con insumisión; mostrarse disconforme con lo establecido, sea lo que sea lo establecido, y someterlo al tamiz de lo singular, de lo des-establecido, incluso de lo caótico; no aceptar nada sin pesquisa individual ni, lo que es más importante aún, sin elucidar su significado colectivo. Este propósito discrepante se advierte con claridad en muchos poemas, como "Objetivo Birmania", de Raoul Walsh, en el que, a las áticas heroicidades de Errol Flynn y sus conmilitones, el poeta opone la transcripción de los testimonios de la campaña de Birmania de Ed McLogan y Mel Clinton, recogidos en Camino del sol naciente, que hablan de malaria, disentería, desnutrición, marchas extenuantes, gusanos, hedores, agua corrompida y miedo. O en "El club de los poetas muertos", donde acidula el pretendidamente revolucionario pero en realidad falaz "Carpe diem!" que promueve el señor Keating, con la reivindicación de la historia y la evidencia del condicionamiento grupal de los sentimientos personales, esto es, con el recuerdo de que ese presente que se complacen en atrapar, en puridad, no existe, y de que todos "son una mezcla entre lo que fueron y lo que serán;/ mixtura de lo tangible y lo intangible;/ nudo en el que se cruzan lo hallado y lo enterrado./ Duración...".  Si en algunos poemas, como estos, la evidencia de la historia  o el juicio filosófico revelan, con toda razón, el espíritu publicitario de las imágenes -aunque fuese por las buenas causas de la lucha contra el imperialismo japonés y la oposición a una enseñanza opresiva-, en otros la refutación del poeta se hace dolorosa. Debo confesar que su poema "La lista de Schindler" me ha encogido el corazón, porque ataca el núcleo de su mensaje moral. Aplaudo, sin embargo, este encogimiento, porque a eso es a lo que deben aspirar todos los poemas: a mover el corazón, ya sea para ensancharlo o para empequeñecerlo. El poema trata de aquella hermosísima escena en la que Yitzhak, el contable protegido por Schindler, esgrime la lista en la que el industrial ha ido incluyendo nombres de judíos, para salvarlos de los nazis, y le dice: "Esta lista es el bien absoluto. Más allá de sus márgenes se abre el abismo". Y Jorge escribe: "Pero, Yitzhak,/ esas letras apretadas,/ sin otro atributo que la tinta de la máquina,/ no son el bien absoluto./ Esos signos han dividido./ Al abrir han cerrado./ Al incluir han excluido./ Al hacer posible han imposibilitado.// Por todo lo que han dejado fuera son, también, el mal absoluto". Es un fragmento terrible, porque hace añicos la redención que todos habíamos celebrado, y la devuelve a las marismas de lo tenebroso. Y a uno le dan ganas de reescribirlo: "Esos signos han dividido el mal del bien./ Al abrir han cerrado la posibilidad de matar./ Al incluir han excluido a los nazis de una victoria completa./ Al hacer posible han imposibilitado que el mal se cumpliera entero.// Por todo lo que han dejado fuera son, también, el mal absoluto, porque ese mal recae ahora también en los perseguidores, incapaces de culminar su persecución". Pero que queramos reescribir un poema, aunque sea tan torpemente como yo acabo de hacer, habla bien del poema: quiere decir que nos ha golpeado, que nos ha puesto cabeza abajo, como todos los poemas deberían hacer. Y Las vidas de las imágenes, con su rigor unamuniano, con su razón subversiva, nos arranca de nuestras comodidades y nos obliga a pensar, y también, con el pensamiento, a sentir, como quería Unamuno.

1 comentario:

  1. Gracias Eduardo no sólo por tus palabras sino también por el reconocimiento y el don, el presente, que implica el esfuerzo de escribirlas. Por cierto, recojo tu metaimpugnación: si algún día vuelve a publicarse este poema me encantaría incluir este injerto. Un abrazo.

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