martes, 26 de agosto de 2014

Richmond

Nuestro destino es hoy Richmond, un municipio al suroeste de Londres que acoge uno de los mayores parques de toda la conurbación de la capital, además de ofrecer espléndidas vistas del valle del Támesis. Llegamos en metro, tras una fatigosa combinación que ha implicado dos transbordos, un error y casi una hora y media de viaje. Luego nos sentiremos perfectamente idiotas, al comprobar, de regreso, que podríamos haber hecho el trayecto en tren, en poco más de veinte minutos, desde la estación de Queenstown Road, muy cerca de casa. Pero eso es lo que pasa cuando uno se mueve por una ciudad tan grande y cruzada por tantas conexiones posibles, sin ser un experto. poca distancia de la estación damos con Richmond Green, uno de esos parques ingleses que solo consisten en una gran extensión de césped, rodeada de árboles centenarios, en la que la gente se tumba para gozar del sol, algo que hacen con reptiliana fruición. Porque los ingleses no toman el sol: lo abrazan; se lo beben. La amplitud de la plaza y la luminosidad de la tarde invitan a acostarse, y hasta a dormir, tal vez soñar, pero decidimos no interrumpir el paseo a las primeras de cambio. En el número 17 del Green vivieron algún tiempo, en 1914, Virginia Woolf y su marido, Leonard, mientras buscaban un alojamiento duradero en la zona. En la esquina a la que da su acera, ocupada por un pub, La cabeza del príncipe, que estalla de flores, lunas esmeriladas y parroquianos trasegando cerveza a la puerta, empieza una breve calle, Paved Court, llena de pequeños pero lujosos comercios y rincones de artesanía y cerámica. En una charity shop, fuente inagotable de sorpresas en este país, encuentro un interesante volumen bilingüe, francés-inglés, de la poesía de Émile Verhaeren, el poeta modernista belga. Cuando lo compro, la señora que atiende el mostrador me pregunta: "Vaya, ¿este poeta es belga?". Le respondo que sí. "Qué curioso. Yo soy belga, pero no había oído hablar nunca de él", una manifestación que me parece equivalente a la de un español que dijera que no conocía a Gustavo Adolfo Bécquer. Pero la señora está resuelta a encontrar una explicación para su ignorancia: "Ah, pero debía de escribir en francés, ¿verdad?". Vuelvo a responderle que sí, sorprendido de que una belga se sorprenda de que un belga escriba en francés. "Es un poeta excelente", preciso. "Pues tendré que leerlo", concluye jovialmente la señora, aunque algo me dice que no lo hará nunca. Salgo de la charity entre confuso y descorazonado, pero de inmediato descubro The Open Book, una librería literaria muy interesante, donde se venden facsímiles de las ediciones de Hogarth Press, la editorial que montó el matrimonio Woolf al establecerse en Richmond. Pero no hoy: las reproducciones están, de momento, agotadas. Un hombre en cuclillas está examinando, con mucha afición, los libros de los estantes inferiores. El amor de alguien por los libros está en relación directamente proporcional con su disposición a descoyuntarse las rodillas y el cuello para descubrir qué ocultan las baldas más bajas de una librería. El de este larguirucho debe de ser enorme. Toda duda se despeja cuando cojo un libro de entre los que aparecen apilados a mis pies. El hombre se yergue de golpe y me espeta, con esa ira reconcentrada de los ingleses: "Perdone, pero esos libros son míos". Dejo el volumen en el montón donde estaba y sigo paseando, pero pienso que este tipo no sobreviviría ni un día en las librerías españolas: no conoce la regla de que todo libro que uno no tenga en las manos, es un libro con el que los demás pueden quedarse. Vemos, en algún lugar, una placa que recuerda que Bernardo O'Higgins, el libertador de Chile, vivió aquí (donde no perdió el tiempo: además de imbuirse de los ideales de independencia de Francisco de Miranda, uno de sus profesores, sedujo a Charlotte, la hija del director del internado católico en el que estudiaba) y, siguiendo por Red Lion Street, llegamos a la antigua sede de la Hogarth Press, cuya más famosa publicación es, sin duda, La tierra baldía, de T. S. Eliot (que recientes traducciones titulan, con mayor precisión, El erial), publicada en 1923. Cuando Eliot visitó a los Woolf por primera vez, en 1918, Virginia anotó en su diario la extrañeza que el joven angloamericano les había causado. Y cuando el poeta les leyó La tierra baldía, en junio de 1922, Virginia dejó constancia de su fuerza y su belleza, pero también de que no estaba segura de la trabazón de sus partes: What connects it together, I am not sure. Algo, por cierto, que también se ha dicho de los Cantos de Pound, el maestro de Eliot, y el corrector de La tierra baldía, la mitad de cuyos versos tachó: "ese vasto y deshilachado poema", los llamó Borges. Enfilamos luego el largo paseo que nos lleva hasta Richmond Hill, frente a la que se extiende una estampa inigualable del valle del Támesis y del serpentear del río. Por paisajes así, inalterados a lo largo de los siglos, debieron de navegar los protagonistas de Tres hombres en una barca. Paisajes así debían de contemplar los personajes de las novelas de Agatha Christie, cuando, encerrados en algún manor esplendoroso y siniestro, se esforzaban por desenmascarar al asesino. Paisajes así debió de contemplar también Enrique VIII cuando, desde el hoy llamado montículo del rey Enrique -un antiguo túmulo neolítico-, esperaba la señal de humo que le anunciara que Ana Bolena, su segunda esposa, había sido por fin decapitada, y él podía casarse con su nueva amante, Jane Seymour. (Es fascinante la historia de la decapitación de la Bolena: el rey, con su proverbial magnanimidad, le había otorgado la gracia de que le cortaran la cabeza, en lugar de quemarla, y contratado a un experto matarife de Calais, que usaba una espada de doble filo, en lugar del hacha que se estilaba en las Islas Británicas, que hacía albóndigas del reo y lo dejaba todo perdido de sangre. La espada del francés, por el contrario, garantizaba un corte rápido, indoloro y perfecto, uno de esos tajos que dejaban la cabeza separada del cuerpo casi tan bonita como cuando estaba unida a él. Ana Bolena acudió serena a su ejecución, contenta de que, por tener el cuello pequeño, el verdugo no fuese a tener grandes dificultades para rebanarlo. Al ejecutor aquella consideración y el porte elegante de la reina le gustaron tanto que, cuando esta ya se había arrodillado en posición vertical -nada de apoyar la cabeza en un bloque de madera, que era una ordinariez-, le pidió a su ayudante que le trajera su espada, que ya tenía, en realidad, en las manos, para que Ana Bolena creyera que aún le quedaban algunos momentos de vida, en lugar de caer, como cayó, de un golpe respetuoso e inmediato. Hay que ver. Nada como un buen verdugo francés). Desde el montículo del rey Enrique se contempla una de las vistas más curiosas de Londres, porque, entre los árboles, a diez millas, es decir, a casi diecisiete kilómetros de distancia, se distingue la catedral de San Pablo, cuyos detalles permite apreciar un catalejo gratuito instalado en el lugar. Es una vista protegida, es decir, los ingenieros municipales han de velar, en todo momento, por que el crecimiento de los cientos de árboles del parque de Richmond no perturbe o ciegue la perspectiva. Me los imagino avirozando la línea e indicando a los podadores, año tras año, durante siglos, qué robles han de desmochar, para que la gente pueda seguir divisando la cúpula gris en el horizonte. Al montículo se asciende desde otro lugar por el que siento una atracción especial, comprensible, el Rincón de los Poetas, aunque no sé por qué se llama así, en uno de cuyos bancos, cuando pasamos, dos lesbianas se están magreando a babachorro. Aplaudimos -y envidiamos- su naturalidad y su pasión. Desde el montículo llegamos a Pembroke Lodge Gardens, una espléndida casa que es hoy restaurante y bar, con una terraza maravillosa, pero que fue, durante muchos años, la residencia de la familia Russell, que dio al país, entre otros prohombres, a un primer ministro -John, que lo fue de la Reina Victoria, a la que recibió aquí en muchas ocasiones- y a un filósofo -Bertrand, que pasó aquí su infancia y que refirió, en su autobiografía, sus placeres de niño, rodeado de libros, personajes famosos, plantas, animales y el Támesis. Seguimos recorriendo el parque de Richmond, que es enorme, y nos asombra que albergue a ciervos en libertad. Nos cruzamos con uno, de gran cornamenta y aire sosegado: no lo asustan los paseantes ni los ciclistas, ni siquiera los coches. Rumia, gran bestia gris, como si estuviera en el comedor de su casa. Y es que lo está. También vemos a las inevitables ardillas y a familias enteras de conejos, que brincan entre los matorrales. Y, en unos grandes prados que flanquean el río, vacas, vacas pastando, un montón de vacas blancas y negras, vacas con esquilón, tan tranquilas en aquel campo como podrían estarlo en uno de Sussex, o en un glenn escocés. Uno camina por aquí y cree estar en la Inglaterra profunda, la del vicario y el lechero, la del campesino con las wellingtons que ordeña al ganado y recoge la cebada, la del pub en la plaza mayor y el servicio religioso de los domingos. Pero no: está en la conurbación de Londres, una de las mayores metrópolis del mundo, a pocos kilómetros de su distrito financiero, de importancia planetaria. Esta es también una zona dickensiana. En Dysart Arms, una casona que acabamos de dejar atrás, pasó unas vacaciones en 1836, y en el tramo del río que se extiende desde Petersham Road hasta el puente de Richmond -inaugurado en 1777, es el más viejo que cruza el Támesis- se bañaba con frecuencia en 1839, aprovechando su estancia en un cottage del lugar. El paisaje debe de haber cambiado muy poco desde sus chapuzones: lo que vemos es, seguramente, lo que también veía él; y pensarlo me emociona. El paseo va tocando a su fin. Recobramos fuerzas en la terraza de un bar regido por alemanes junto al río. Vemos caer la tarde a la sombra de un plátano -en inglés, plane, como los aviones, y, en latín, platanus hispanica- que parece un elm de El señor de los anillos. Después, seguimos el curso del río, donde se suceden los bares, pubs y locales de ocio, pero sin excesos, sin aglomeraciones. Todo participa de un sosiego esencial. Richmond es uno de los lugares más espaciosos y tranquilos de Londres.

2 comentarios:

  1. Muy interesante la crónica, como todas las anteriores

    Saludos cordiales desde Miami.

    Jose Manuel Oliveros.

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias, José Manuel. Me alegra saber que se me lee en Miami, donde seguro que tenéis un tiempo mucho mejor que aquí.

    Abrazos lluviosos.

    ResponderEliminar