miércoles, 6 de agosto de 2014

Viaje sentimental por Inglaterra

Así se titula el libro de Antonio Rivero Taravillo que acabo de leer. No es ninguna novedad: apareció en la elegante colección "Sotavento", de la editorial Almuzara, en 2007. Pero los libros tienen su tiempo y su camino, que no siempre coinciden con lo que se espera de ellos. Los libros acaban encontrando a su lector, por frágiles o escuetos que sean sus canales de distribución, por efímera que sea su eclosión. Lo compré en Laie, hace algunos años, y ha esperado a mi propia vinculación con Gran Bretaña, en 2013, para ser leído. Y lo ha sido con placer. Viaje sentimental por Inglaterra no es sino lo que su título indica: el relato de un viaje de turismo por Gran Bretaña, desde Cornualles y Gales hasta la Región de los Lagos. El título plantea una duda o requiere una complicidad, porque, obviamente, Gales no es Inglaterra. Pero es, en efecto, sentimental: en sus descripciones, divagaciones y recuerdos, el autor demuestra una simpatía emocional con lo descrito que beneficia al relato. Su trayecto no es, digamos, ni empírico ni ajeno, fruto de una observación distante y desapasionada, sino que está impregnado de una cercanía íntima, a ratos, incluso, de una identificación personal, aunque siempre tamizada por el pragmatismo y la ironía, por un perceptible temor a resultar excesivo o inadecuado, como si la propia cultura descrita, austera, hubiera inspirado su pluma. Viaje sentimental por Inglaterra reúne, pues, las observaciones de Rivero Taravillo a lo largo de una prolongada excursión por la isla, y también el entramado de datos y confidencias a que esas observaciones dan lugar. Los intereses del escritor melillense van de lo poético a lo social, de lo histórico a lo etimológico, de lo lingüístico a lo arquitectónico, y esas malla de preocupaciones, expuestas con precisión y engarzadas con fluidez, esto es, sin entorpecer el ritmo de la narración, constituye uno de los principales atractivos del libro. Otro interés particular que ha tenido para mí ha sido su visita a lugares que yo mismo he conocido, y con los que yo también he desarrollado una relación sentimental. El castillo de Caernarfon o el pueblo de Llandudno, en Gales, por ejemplo. En Llandudno recuerdo que paseamos largamente por una playa larga, en uno de esos días fríos en el que las gaviotas parecen zaheridas también por el viento helador. El sol, no obstante, abría paréntesis de tibieza en los mordiscos del Atlántico, y nosotros los saludábamos con entusiasmo, como una planta que conociera, en una sola mañana, sucesivos amaneceres. Recuerdo también que desde la playa se adentraba en el mar uno de esos muelles de recreo a los que los británicos son tan aficionados, de maderas blancas y tiovivos salitrosos, con galerías de juego y puestos en los que comprar fish & chips o barbas de azúcar. Contra sus firmísimas enclavaduras batía un mar revuelto, pero no feroz: el azul hostigaba a un blanco empapado de luz, alcalino. Rivero Taravillo añade un dato que nosotros desconocíamos entonces, y que enriquece retroactivamente nuestra visión del lugar: en Llandudno era donde veraneaba la familia Liddell, que inspiró a Lewis Carroll su Alicia en el País de las Maravillas. Pero Rivero no llegó, en su recorrido por Gales, al castillo de Harlech, una de los lugares más sobrecogedores que conozco en las islas: un cuadrángulo de roca viva, una construcción, fastuosa en su desolación, que besa el mar de Irlanda con un beso glacial. Viaje sentimental por Inglaterra se extiende hasta la Región de los Lagos, el lugar donde convivió una generación irrepetible de poetas -los poetas lakistas-, esencial para el nacimiento y desarrollo del Romanticismo. Wordsworth, que residió allí, es el más conocido, y yo sentí un gran placer  -y también una gran responsabilidad- cuando DVD ediciones publicó en 2003 su obra magna, El preludio, con la extraordinaria traducción de Bel Atreides. De la casa de Wordsworth, que también visitamos, recuerdo la modestia (aunque seguramente era tenida en su tiempo por una vivienda burguesa): la estrechez de las escaleras y las habitaciones, el primitivismo de sus comodidades, el crujido y el olor de la madera vieja, el frío que se colaba por todas las rendijas, pese a la diligente conservación del lugar. Y también, la devoción con la que la guía, una voluntaria de cierta edad, de aspecto espiritual, nos hablaba del poeta, de sus rituales domésticos y campestres, y nos recitaba "Los narcisos". Ante los paisajes de la Región de los Lagos, que hollaron Wordsworth, Coleridge y Southey (el menos conocido de todos, pero de no menor calidad, e hispanófilo: tradujo a muchos de nuestros clásicos y escribió una fantástica La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre -que ha recuperado Reino de Redonda y que he reseñado en Letras Libres-, y hasta llegó a ser miembro de la Real Academia Española de la Historia), ante los parajes escoceses de Walter Scott, no es de extrañar que el Romanticismo naciera aquí. Ni que Wordsworth se sintiera fascinado por la llamas apacibles de los daffodils: en los Lagos son muchedumbres, mares. Rivero Taravillo también menciona, en su recuento, Fountains Abbey -la Abadía de las Fuentes-, aunque no llegue a visitarla esta vez. Fountains Abbey es otro de los lugares inolvidables de Gran Bretaña, una abadía cisterciense de principios del siglo XII situada en el valle del río Skell, una suerte de Shangrilá nortumbrio, cuyos terrenos se extienden a lo largo de muchas hectáreas, y en los que pueden encontrarse, además de las ruinas venerables del monasterio, bosques, ciervos, templetes, fuentes y arpistas. Sí, arpistas: dos intérpretes, muy rubias, muy dieciochescas, tocaban el arpa, en la alfombra infinita del césped, cuando visitamos el lugar, hace años. Otros turistas, congregados sosegadamente a su alrededor, escuchaban el improvisado concierto, mientras dos simpáticos ancianitos vendían limonada casera, en vasos de plástico, por unos pocos peniques. La estampa no habría desagradado a Wordsworth, ni a Borges. Viaje sentimental por Inglaterra tiene, entre otros méritos, este: no solo presenta con inteligencia los paisajes vistos, sino que es capaz de despertar otras imágenes del país que duermen en los sótanos de la memoria.

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