jueves, 28 de agosto de 2014

Volvemos a Greenwich

Greenwich es uno de esos lugares amenos en los que a todo londinense le gusta pasar algún día. Está lo suficientemente alejado del centro de la ciudad como para que sea una excursión, pero lo bastante cerca como para que no se tarde más en llegar a él que en estar en él. No obstante, nos lleva unas dos horas alcanzar sus muelles: media hora en autobús hasta Victoria, media hora en metro hasta Embankment, veinte minutos esperando al barco y tres cuartos de hora de navegación por el Támesis. Greenwich, digo bien, no está lejos, pero es que no estar lejos, en Londres, significa esto: dos horas de ir y dos horas de volver. Queremos que Pablo, que está pasando con nosotros algunos días después de Lanzarote, conozca el barrio, que es, en realidad, un pueblo absorbido por la ciudad. Entramos, primero, en el mercado, aunque no sea fácil: varios millones de personas han tenido la misma idea que nosotros, y allí están, viendo puestos, devorando salchichas o, simplemente, ocupando espacio. Y dejan, realmente, muy poco. Yo me demoro, antes de visitarlo, en una charity shop que es, casi enteramente, librería. Estoy a punto de comprar una edición de Penguin de los trabajos de Samuel Johnson sobre Shakespeare, pero desisto: la edición está muy fatigada, y seguramente tenga la mayoría de esos trabajos en ediciones que ya poseo de Johnson, entre ellas Vida de los poetas, el extraordinario volumen que me lo dio a conocer como escritor. Ya en el mercado, superamos, con no poco esfuerzos, un anillo inicial de puestos de comida -la última vez que lo visitamos, había uno de cocina española, pero hoy no está, y no me extraña: las paellas que ofrecían tenían una pinta horrible- y nos sumergimos en el río de la gente. Predomina lo habitual: artesanía, decoración, cerámica. Pero también descubrimos un chiringo singular: un visionario -y nunca mejor dicho, dado lo mucho que ha visionado- ha montado un negocio consistente en vender fragmentos de las filmaciones de películas famosas. Se hace con el rollo original, trocea el celuloide en grupos de cinco fotogramas y los mete en una cajita, junto con una reproducción del póster oficial del film y un certificado de autenticidad, emitido por él. Lo primero que uno piensa -así de deformados estamos como consumidores- es que todo sea falso, pero, aunque lo sea, está muy bien pensado. Y el objeto es curiosísimo. Se pueden examinar, a contraluz y con una lente de aumento, los fragmentos seleccionados de las diversas obras que se ofrecen, entre las que localizo algunas míticas, como Blade Runner o La vida de Brian. De esta nos habría gustado llevarnos algún momento de sus mejores escenas, como la de Pijus Magníficus (que en inglés se dice Bigus Dickus) o cuando Brian se levanta por la mañana, abre el balcón desnudo y se encuentra a toda la ciudad de Jerusalén congregada al pie de su casa para adorarlo. Pero todo esto se ha vendido ya: all gone, it's all gone, precisa, no sin orgullo, el vendedor. Quedan algunas escenas como la de Brian durmiendo o cayéndole en los hombros al profeta, pero no tienen tanta gracia. Opto, pues, por algo de Blade Runner, cuyas mejores secuencias, como la escena en la que Roy pronuncia su famoso parlamento -"Yo he visto cosas que no creeríais..."-, también han volado, pero que conserva todavía algunos momentos especiales, como una imagen de la pelea con Zhora, en la que esta, que ha brincado a los hombros de Deckard, le está aplastando la cabeza con los muslos; y qué muslos. Me hago con ella, por doce libras. Los cinco fotogramas adquiridos son solo dos décimas de segundo de filmación, pero bastan para satisfacer mi mitomanía y la devoción que siento por la película. Antes de marcharnos, Pablo le pregunta al vendedor cómo se ha hecho con tantos rollos originales, y el hombre responde que ha trabajado en la industria cinematográfica más de veinte años, y que eso le ha dado acceso a las productoras y, a través de ellas, a las filmaciones, aunque no le haya sido fácil comprarlas. Aunque el tipo sea un embaucador, la cosa resulta divertida. Y doce libras ni empobrecen ni enriquecen a nadie. Después de visitar al mercado, nos vamos a comer al "Trafalgar", donde ya almorzamos cuando visitamos Greenwich con Silvia, la amiga de Ángeles. La comida es simple pero sustanciosa, aunque las vistas del Támesis se vean perturbadas por un andamio adosado a la fachada del restaurante. (Al principio, como veíamos la palabra en casi todas las obras de la ciudad, pensábamos que era el nombre de la empresa constructora que las llevaba a cabo; hasta que entendimos que aludía a la estructura metálica que permitía realizarlas. Otra curiosidad, esta algo macabra, es que scaffold significa, en inglés, "andamio", pero también "cadalso", "patíbulo"). Observo que el restaurante no ha mejorado sus habilidades lingüísticas: en la carta siguen apareciendo, en un plato denominado "Spanish charcuterie", un misterioso ham of Aratagon, que parece el jamón de algún personaje de El señor de los anillos; un no menos pintoresco salichon, que suena a mala repostería francesa, y un inverosímil coriso, que igual podría ser el nombre de un héroe de la mitología griega como el del protagonista de una ópera italiana. Tras la comida, recorremos los espacios visitables del Old Royal Naval College, que tiene aquí su sede, y, singularmente, la muy neoclásica capilla y el Salón Pintado, el esplendoroso comedor de la universidad. Entre ambas se está celebrando la recepción de una boda. Los invitados son muchos, pero algunos se distinguen inmediatamente de la multitud, como una señora cuyo sombrero rivaliza, en enormidad y chaladura, con los más destacados del derby de Ascott, o un escocés con su kilt, que está sirviendo champán. No sé por qué, pero, siempre que veo una boda inglesa, pienso en Cuatro bodas y un funeral, sobre todo en el funeral. Los ingleses tienen una habilidad especial para charlar de pie, con una copa en la mano; es natural: se han educado, durante siglos, en las conversaciones pedestres del pub. Uno observa una reunión de estas características, y se sorprende de que todo el mundo hable tanto, y sonría dentífricamente, y parezca divertirse mogollón, cuando sabe que el inglés es, por naturaleza, un ser huraño y astringente, que no da conversación más que cuando es estrictamente necesario. Pero quizá aquí sea imprescindible hacerlo, no sea que quienes te han invitado (un novio muy feo y una novia muy gorda) piensen que te lo estás pasando mal. Algo así -incumplir una norma social- sería mucho peor que aguantar este rato de cháchara. Dejamos atrás la boda y subimos a la colina en cuya cima se encuentra el observatorio de Greenwich, el kilómetro cero de Tierra. Me hace gracia pensar que, en la autopista de Zaragoza a Barcelona, que hemos recorrido tantas veces, se pasa por un punto en el que un arco por encima del asfalto señala que por allí cruza el meridiano de Greenwich. Pero ni se nos pasa por la cabeza visitar las instalaciones del observatorio, y el punto concreto en el que nace el meridiano, con la gente que se amontona por todas partes. Tomamos unas fotos, admiramos las vistas de la City, del río y de la Cúpula del Milenio, con sus pinchos desaforados, que hacen que parezca uno de esos casquetes con que los neurólogos miden la actividad cerebral de la gente, y nos perdemos un rato por el parque, cuyos verdes chisporrotean a la luz mordiente de la tarde. Al volver, veo una tienda, Nauticalia, que se publicita como la primera tienda del mundo, no por su importancia, sino por su longitud: 00o 00' 04''. A esa distancia, cuatro segundos, está del inicio del meridiano de Greenwich. El barco de regreso a Londres no saldrá hasta dentro de media hora, así que nos tumbamos en la hierba, en las inmediaciones del muelle, y nos tomamos una coca-cola. Suena música en un bar cercano, y eso impide que nos adormezcamos. También, que un grupo de niños a nuestro lado se enzarce en una ruidosa pelea. De repente, una niña de unos trece o catorce años derriba a un niño algo más joven, y, oímos a este gritar, en represalia: "¡Puta! ¡Lesbiana!". Son españoles, y, como es evidente, no bienhablados. Pienso, melancólicamente, que la educación aún no ha hecho entender a la gente que ser lesbiana no es, o no debería ser, ningún insulto (y puta, si se me apura, tampoco). Los mocosos se siguen repartiendo leña y denuestos homófobos durante unos buenos cinco minutos, hasta que irrumpe un monitor, con ese grito que todos hemos oído en algún momento tumultuario y atribulado de nuestra infancia: "¡Eh! ¿Pero qué está pasando aquí? ¡A ver, venid todos!". Su intervención aplaca los ánimos, aunque confieso que, por otra parte, me divertía comprobar la riqueza de vocabulario con que aquellos preadolescentes se agredían unos a otros. Llega por fin el momento de embarcar, pero hay tanta gente que el barco se llena antes de que podamos hacerlo. Hemos de esperar a otro, pues, y esa espera se revelará fatal, porque una lluvia gélida se abate de repente contra nosotros. Hemos visto la columna de lluvia, como un gigantesco hongo móvil, acercándose ominosamente desde el noreste, y acaba de llegar a Greenwich. Hace apenas media hora, lucía aquí un sol magnífico, pero ahora, en agosto, sentimos el mismo frío que sentiríamos en noviembre. Todavía cometemos el error de salir de casa sin paraguas, aunque brille el sol, y el chaparrón nos pilla a cuerpo gentil, con ropas ligeras. Quienes vigilan el acceso a los barcos se apiadan de nosotros y nos permiten abandonar la cola que británicamente, es decir, estoicamente, estamos formando, y refugiarnos en el pantalán de embarque, que está cubierto. Eso mitiga las cosas: todos corremos a guarecernos, aunque estamos empapados. Pero nos secaremos en las dos horas que dura el viaje de vuelta a casa. Esta habrá sido una bonita excursión a las afueras de Londres y el origen de un magnífico resfriado.

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