Avatâra Ayuso tiene cara de actriz clásica, como Julianne Moore, pero no es actriz, sino bailarina de danza contemporánea. Avatâra se ha criado en Mallorca, pero lleva viviendo años en Londres, donde ha encontrado un presente -y un futuro- en la danza. Su nombre, que parece extraño, es, sin embargo, el que a todos nos corresponde -significa "encarnación" en sánscrito-, aunque, en su caso, está singularizado por ese acento circunflejo, que luce como un tejadito en la breve chimenea de la tercera a. Avatâra intervino ayer en Toomortal ("Demasiadomortal"), una creación coreográfica de la india Shobana Jeyasingh, representada en la iglesia anglicana de Saint Pancras, en Euston Road. El grupo de bailarinas no podía ser más heterogéneo: aparte de la coreógrafa india y ella misma, había otra española, una finlandesa, una portuguesa, una francesa y una coreana. También resultaba extraño el maridaje de iglesia y danza. Sin embargo, esa discrepancia hacía más fértil el espectáculo. Las bailarinas se movían entre los bancos del templo, sin rebasarlos nunca. Saint Pancras, a oscuras, tenía un aspecto mortuorio. Los bancos, de color nocturno, encajonados por sólidos paneles de madera, parecían ataúdes. El silencio del lugar, agravado por la piedra, pesaba como una manta. Y, de pronto, en ese conjunto opresivo, aparecían seis mujeres, vestidas de rojo, rubias, cobrizas, blancas, que extendían sus músculos por los respaldos, por los asientos, por el aire amortajado, a los sones quebrados de una música delicadísima, aunque arrebatada por súbitos encrespamientos, y bajo una luz fría, que ceñía las formas y los movimientos a su más pura osamenta: a su dinámica intensidad material. Ese choque de severidad y canto -canto visual- resultaba fascinante: las formas femeninas envolviendo lo callado, lo muerto; el pelo desbarajustado, cayendo sobre los hombros encendidos de gestos; los golpes de los brazos, de las piernas, en el alabastro del aire; los desplazamientos de los troncos a lo largo de los bancos, como si fuesen raíles; los intentos de las extremidades, del cuerpo todo, por exceder el espacio que les había sido fatalmente asignado; los cuellos plegándose y naciendo, adelgazándose y expandiéndose, como pechos de gaviota. En la masculinidad de la iglesia -tan rotunda, tan fálica; hasta no hace mucho, las mujeres se sentaban separadas, y, en algún caso, confinadas en alguna zona poco visible-, la feminidad de las bailarinas, y de los ritmos que proyectaban, constituía una fecundación, o un desafío. (Avatâra me explicó luego que solo las iglesias protestantes les permitían montar su espectáculo; las católicas se negaban siempre. En Belgrado había habido protestas, incluso, de fieles alarmados por un posible sacrilegio. Censuras así me parecen talibánicas: como si a Dios, si existiera, le ofendiese que las criaturas que ha creado se expresaran, con tanta belleza, ante él). El sentido del montaje, como en toda obra contemporánea, era el montaje mismo: su fuerza, su hermosura fugaz, su impacto polícromo en la piel. Pero de ese conjunto dodecafónico de saltos y deslizamientos se desprendían, con más claridad incluso que en una creación figurativa, algunas sensaciones, que cobraban el perfil de ideas: la lucha del hombre -de la mujer-, náufragos en una realidad inmodificable, por encontrar su espacio y su camino: su salvación; la radical incomunicación de los seres, salvada solo al final del espectáculo por breves caricias, en las manos, en los codos; la desazón del cuerpo ante otros cuerpos, cercanos pero inalcanzables; la violencia, y el apaciguamiento, y la sorpresa, y la soledad, y el consuelo. Los rostros de las bailarinas eran de piedra, una piedra tallada por la luz: su mirada, seca, taladraba; su sonrisa era interior. Cuando salimos de la iglesia, casi jadeábamos como ellas. Hacía frío fuera, pero nos sentíamos caldeados, como si hubiéramos estado un buen rato junto a una chimenea con tejadito.
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