En la intersección de las calles Denbigh, Claverton y Saint George Drive, en Pimlico, hay una plaza recoleta. Es muy pequeña y triangular, y un puñado de tilos tiende sobre ella un dosel verde, que espejea cuando sopla la brisa. Hay muchas plazas como esta en Londres: se abren de improviso, en la confluencia de calles transitadas, como plazas de pueblo, como islas minúsculas de verdor y quietud. En el centro de esta se levanta una estatua: un señor con levita se apoya en una suerte de mesa, sobre la que se desparrama un toldo o una sábana, con un metro en una mano y un ladrillo en la otra. La evidencia de ese metro, que más bien parece un cetro, me hizo creer durante algún tiempo -a lo que contribuyó mi gran ignorancia- que el caballero en efigie era el inventor de la unidad universal de medida, pero me perturbaba que el hallazgo hubiese sido hecho por alguien en cuyo país dicha unidad no se emplea, y, sobre todo, me desconcertaba el ladrillo. Luego, rebuscando en las enciclopedias, he descubierto la verdad: Thomas Cubitt fue un constructor, uno de los más importantes de Londres en la primera mitad del siglo XIX. A él se deben proyectos tan relevantes como la urbanización de amplias zonas de los barrios de Belgravia y Pimlico -y, en particular, de Eaton Square, donde hoy se encuentra, por ejemplo, el Instituto Cervantes, muy cerca de la Embajada española- y la ampliación del palacio de Buckingham. Cubitt fue una especie de marqués de Salamanca londinense, aunque, con el habitual sentido de los negocios de los ingleses, no se arruinó con sus construcciones, como el aristócrata, sino todo lo contrario: amasó una gran fortuna. Cubitt también mantuvo buenas relaciones con los escritores de su tiempo: amplió Tavistock House, donde vivió Dickens, y le construyó un estudio insonorizado a Thomas Carlyle, que debía de sufrir tanto por los ruidos como Juan Ramón Jiménez. Ambos quedaron muy satisfechos con las obras. Y Carlyle describió a Cubitt como un "hombre modesto, canoso, de aspecto sensato". En la plaza desde la qual el constructor desafía a la posteridad, hay un banco, justo al lado de la estatua. Suele estar sucio, porque los pájaros, apostados en los tilos, lo cagan generosamente. Pero eso no es óbice para que luzca una plaquita en memoria de un difunto. Aquí eso se hace mucho; no tanto -o casi nada- en España: alguien quiere recordar a un ser querido y, a cambio de un modesto óbolo -que se destina al mantenimiento del mobiliario urbano-, puede hacerlo en un banco, o al pie de un árbol, o en cualquier otro rincón de la ciudad. Ayer, al pasar por la plaza, vi a una señora enjuta, enfundada en un abrigo negro -aunque no hacía demasiado frío-, de pelo corto y claro, acercarse al banco y enderezar una flor mustia que colgaba junto a la placa. Luego, retiró un papel sucio que había en el suelo y el polvo y las hojas caídas de la superficie de madera. También tiró a la basura una botella vacía de plástico que alguien había dejado a los pies de Cubitt. Cuando todo estuvo limpio, se situó delante de la plaquita y se persignó. Por fin, tras unos segundos de pie, se sentó en el banco y se quedó mirando a la calle Denbigh, que se abría ante ella, con sus portales con columnas y sus ventanas con enredaderas, aunque yo creo que, en realidad, miraba hacia su interior.
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