Salgo a pasear por el parque de Battersea. Londres es una de las ciudades más caras del mundo, pero lo compensa con dos grandes espectáculos gratuitos: el de sus parques y el de sus grandes museos nacionales. Con un billete en Easyjet o Vueling (jamás Ryanair, ese monstruo de la ordinariez y el desprecio por la gente), alojamiento en un albergue de juventud, una dieta a base de fruta y fish and chips, y calzado cómodo, uno puede pasarse días disfrutando de una naturaleza extraordinaria y de algunas de las mejores colecciones pictóricas e históricas del mundo, gastando muy poco o casi nada. El parque de Battersea es el que está más cerca de mi casa. Saint James no queda lejos, pero está contaminado por la parafernalia monárquica y atiborrado de turistas y soldados con gorro de piel de oso. Battersea, además de pillarme a mano, tiene otra cosa a su favor: como queda un poco al margen de los grandes núcleos turísticos, es uno de los menos visitados de la ciudad, aunque muchos lo consideran uno de los más hermosos. Lo delimitan dos puentes, Chelsea y Alberto, y tiene 83 hectáreas de extensión, que antes eran terrenos ganados al Támesis, donde se cultivaban espárragos y se celebraban mercados y duelos. En 1829, por ejemplo, el duque de Wellington ventiló allí sus diferencias de honor con el décimo conde de Winchilsea, aunque ambos las consideraron resueltas disparando cortésmente al aire. (En realidad, la mayoría de los duelos eran actos rituales, en los que lo último que querían los contendientes era que alguien resultara herido; solo el pobre Pushkin condescendió a ser asesinado en uno de estos desafíos). Hoy las únicas competiciones que se mantienen aquí son las de los joggers consigo mismos. Uno de los principales atractivos del parque es su Pagoda de la Paz, erigida en 1985 por el reverendo Gyoro Nagase y los monjes budistas de la orden de Nipponzan Myohoji. (No es, por cierto, la única construcción japonesa en la ciudad: Holland Park alberga unos deliciosos Jardines de Kyoto, donados en 1991). La Pagoda se levanta en pleno centro del parque, equidistante de los dos puentes que lo flanquean, contigua al Támesis. Su perfil resulta sorprendente en un paisaje de robles, castaños y sauces, pero su propósito se ha cumplido: el lugar transmite una extraña sensación de paz. Un monje con hábitos azafranados cuida del templo cada mañana: lo limpia, y entona los cantos rituales. Ninguna pintada ofende nunca las paredes blancas. La figura dorada del Buda que luce en uno de sus lados supone, en la albura de la construcción, una mancha amable, perfilada con la espiritualidad y, a la vez, con la minucia del arte asiático. En otra de las caras de la stupa, una composición de figuras, sobre fondo azul, representa la muerte de Siddharta. Pero es, como todo aquí, una muerte apacible, casi deseable: los hombres y las mujeres que rodean su cuerpo parecen atraídos por su sueño, inclinados a abrazarlo, voluptuosamente anulados. El parque alberga muchos otros atractivos -hasta una galería de arte, la Pump House Gallery, junto a un lago interior que sobrevuelan cormoranes y garcetas-, pero no es el menor sentarse junto a la pagoda y contemplar lo que sucede, aunque todo sea tan sutil, tan sosegado, que parece que no suceda: gente que pasea a los perros, o perros que pasean a la gente; barcos anclados en el Támesis, quietos como islas; jóvenes que regresan de sus encuentros nocturnos, y que arrastran sus disfraces góticos como los buzos sus trajes fuera del agua; un hombre que lleva un parche en el ojo, y, media hora después, fantásticamente, otro tuerto con parche; una ciclista que pedalea sola en un tándem para cuatro; los petirrojos posándose en el pretil de piedra del parque y luego cayendo en picado al agua, para eludir en el último momento el contacto con la superficie azul y remontar un vuelo rectilíneo y llameante. Y, delante, el hospital de Chelsea, con sus praderas insomnes, y el largo embankment, recorrido por plátanos frondosos, y desgarrado, aquí y allá, por las torres apuntadas de las iglesias anglicanas o por lienzos de fachadas victorianas. A un extremo del parque se distingue la central eléctrica de Battersea y el antiguo depósito de agua del ferrocarril, pintado de un azul desvaído pero chirriante; al otro, el puente de Alberto, construido en 1873, con su aspecto de pastel de cumpleaños, sostenido por una infinidad de cables colgantes, guardado, a la entrada y la salida, por casetas octogonales de peaje, e iluminado espectacularmente por las noches. Pocos lugares, en este Londres tumultuoso, son más inspiradores. En pocos puede uno caminar como por aquí, donde cree caminar por su interior.
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