A uno, llevado por su mitomanía, le gustaría que en The Globe se hubieran representado las obras de Shakespeare, y que hubiese trabajado él mismo como actor. Pero no: el Globo, situado hoy junto a la Tate Modern, es solo una reproducción. De hecho, teniendo en cuenta las vicisitudes que sufrió el original, habría sido milagroso que hubiera perdurado. El auténtico radicaba, al principio, en la otra orilla del Támesis -fuera de los límites de la ciudad, porque el teatro era inmoral, como la prostitución, y había que mantenerlos alejados de la gente, aunque la gente acudía, incansable, a los teatros y los burdeles, por muy lejos que estuvieran-, pero, cuando expiró la licencia que tenía concedida, en 1597, hubo de mudarse a la ribera sur. Allí se construyó un nuevo teatro dos años más tarde, en el que se representaron algunos de los mejores dramas de Shakespeare: Macbeth, Hamlet, Otelo, El rey Lear... Sin embargo, el infortunio perseguía a aquel Globo: en 1613 fue devastado por un incendio -uno de los muchos que se producían en una ciudad de madera, en la que la única forma de calentarse era haciendo hogueras-, aunque se reconstruyó al año siguiente. Sin embargo, pese a haber sobrevivido al fuego, no pudo sobrevivir al puritanismo, que decretó, treinta años después, la prohibición total del teatro en Inglaterra. El Globo es, pues, una reconstrucción: se erigió en 1997, a unos doscientos metros de donde se cree que se encontraba el teatro original. La visita al lugar, aunque cara, es deliciosa: las instalaciones se han reproducido minuciosamente y unos guías, que suelen ser también actores, orientan al curioso con un temple muy inglés, empapado de buen humor. En nuestra última visita, una compañía coreana estaba ensayando su versión de Romeo y Julieta. Desde uno de los pisos superiores -que ocupaba, en su tiempo, el público más adinerado- vimos las evoluciones de los actores, vestidos de calle, o en chándal, en un escenario resonante. Dirigidos por un hombre delgado, que llevaba gafas de pasta y pantalones de tubo, muy enérgico, corregían sus posiciones y el ritmo de su dicción, y se movían con agilidad; saltaban, incluso. De lo que decían, por supuesto, no entendíamos ni palabra. Sin embargo, permanecimos fascinados ante el espectáculo: el guía tuvo que empujarnos para que saliéramos. La fuerza teatral de Shakespeare se abría paso a través de un lenguaje desconocido, remotísimo. Salvo las palabras que aquellos intérpretes pronunciaban, no se oía nada en el teatro. Los silencios que se producían entre parlamento y parlamento aún eran más resonantes que estos. Solo el graznido de alguna gaviota perturbaba aquellos momentos de vibración, aquel como metal en el aire, hecho de gestos y miradas y voces. Recordé entonces algo que había leído en Borges: el argentino había acudido a un teatro de barrio, donde se representaba una obra de Shakespeare, y contemplado un decorado de cartón, un vestuario lamentable y unos actores pésimos. Sin embargo, dice, salió arrasado de pasión dramática: Shakespeare había sobrevivido a aquella actuación nefasta. (Algo parecido explica Chesterton sobre el catolicismo: había entrado en una iglesia a la hora del sermón, y el cura era un desastre. Pero él pensó que, si la fe católica había sobrevivido a dos mil años de ministros como aquel, tenía que ser verdadera). Nuestros actores coreanos debían de ser buenos: participaban en un festival internacional, y obraban con profesionalidad. Pero su incomprensibilidad los asemejaba a aquellos otros vistos por el argentino. No obstante, también como en el caso de Borges, salimos ebrios de teatro: de su temblor comunicativo, de la fuerza de los cuerpos, de los movimientos y las sílabas y la música que solo suceden una vez, para nosotros, en ese instante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario