Los ingleses inventaron el deporte moderno. Algunos nacieron en los agrestes herbazales de Escocia, como el golf. Curiosamente, su origen es proletario: los pastores entretenían sus interminables horas de pastoreo intentando meter una bolita en el agujero. Hoy, en cambio, al golf juegan principalmente los jubilados y los ricos, porque no exige sudar mucho. Otros, como el fútbol, son una deformación de otros juegos populares, como el rugby: como estas gentes están siempre pensando en la forma de hacer difícil lo fácil, a alguien se le ocurrió que era mucho más incómodo, y, por lo tanto, más divertido, llevar la pelota de un lado al otro del campo a patadas que con la mano. (Aunque hay testimonios de que algo parecido al fútbol ya se jugaba en tiempos de Shakespeare: en una de sus obras, un personaje insulta a otro llamándole "¡sayón, malnacido, jugador de fútbol!"). Otros, en fin -el boxeo, el atletismo, el remo, el hockey sobre hierba-, se desarrollaron en los campus de Oxford y de Cambridge, donde se educaba a los futuros caballeros británicos en las virtudes -abnegación, perseverancia, pugnacidad- que los capacitaran para defender al imperio británico, que era de lo que se trataba: el deporte siempre ha sido un sustituto de la guerra. Hoy Inglaterra ya no es aquella prima donna de las modalidades deportivas -sus prestaciones futbolísticas son lamentables, y más con Mourinho zascandileando en la liga-, pero el espíritu que las animaba está sólidamente arraigado en sus habitantes. Londres, por ejemplo, bulle de corredores, a pie y en bicicleta, de todas las razas y edades, y es sorprendente verlos correr a menudo en grupo. No son un montón de amigos que se han juntado para dejarse la piel en el asfalto, no: son individuos que coinciden en el mismo lugar, haciendo lo mismo. Todos van armados con aparatosos artilugios en las muñecas, que les miden, supongo, la velocidad, la distancia recorrida y el ritmo cardíaco. Muchos llevan auriculares, como si fuesen miembros de algún servicio secreto, aunque más probablemente estén escuchando lo último de Bon Jovi. Las mallas en las que casi todos se enfundan (ya nadie usa aquellos shorts de playa, ni las camisetas llenas de sietes -las más cutres del armario: total, las iba a empapar de sudor- con las que yo, y tantos otros, salíamos a correr hace años por la Diagonal de Barcelona) parecen trajes de neopreno, lo que no deja de tener sentido, con lo que llueve aquí. Los ciclistas, además, portan cascos -con luces, incluso, en este país de (ti)nieblas-, y los trastos en los que montan son aeroespaciales, hechos con aleaciones de metales impronunciables. Que un británico, Bradley Wiggins (aunque sea hijo de australiano y nacido en Bélgica), haya ganado, por primera vez, el Tour de Francia ha hecho mucho por la afición al pedaleo en Gran Bretaña. Tanto se le ha valorado por ello, que se le ha concedido el título de sir. Lo mejor de los corredores en Londres es que no corren como nosotros: ellos saben a dónde van. Nosotros, los que no somos ingleses, pateamos las calles un poco a la buena de Dios, sin propósito discernible, impulsados solo por la necesidad de perder quilos o de expiar alguna culpa: corremos como despistados, con expresión entre boba y anarquista (o, cuando soy yo el que se echa a correr, con la de estar a punto de sufrir una parada cardiorrespiratoria). Ellos no: ellos se mueven regidos por una intención. Bracean con intensidad, pisan resueltos, respiran ordenadamente; en suma, avanzan hacia un fin, que se insinúa allí, en el horizonte físico o mental. Y lo alcanzan. Por eso los ingleses siguen siendo los reyes del deporte: aunque ya no encabecen casi ninguna clasificación atlética, su espíritu de lucha y su obsesión por el logro siguen gobernando su actividad. Si se proponen algo, a despecho del tráfico y la lluvia y los que, como yo, los miramos asombrados por la calle, lo conseguirán.
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