Así se plantean las cosas en el mundo de la robótica: grados de artificio, grados de libertad. Y también en el de la danza, como ayer expuso la coreógrafa Shobana Jeyasingh en el King's College de Londres. En un aula de la universidad -una de las más distinguidas de la capital; en ella se formó, por ejemplo, Mario Vargas Llosa, ese adalid del no nacionalismo que acumula nacionalidades y hace campaña electoral por el Partido Nacionalista Peruano-, Shobana expuso la forma en que un coreógrafo programa los cuerpos para ocupar el espacio, y para que se relacionen entre sí al hacerlo, en tanto que el investigador de robótica, el cingalés Thrish Nanayakkara -cuyo nombre es tan difícil de pronunciar como lo era de entender su acento-, señalaba de qué forma esa programación podía trasladarse al ámbito de la inteligencia artificial, con el fin, entre otros posibles usos, de diseñar máquinas que supieran adaptarse mejor a las necesidades y a la movilidad reducida de las personas mayores. Las explicaciones de Shobana se ilustraban en cada momento con las evoluciones en la sala de dos bailarines, el australiano Richard y la española Avatâra, cuyos miembros se entrelazaban o se separaban, se buscaban o se repelían, se acariciaban o se golpeaban. Era fascinante observar, frente a la andadura lineal de los robots, la sinuosidad precisa, envolvente, de la planta por emparrarse, o al del girasol por beber la luz -un esfuerzo en el que invertían toda su energía y toda su intención-, y cómo estos movimientos vegetales encarnaban en el despliegue de los bailarines, que adquirían la condición de metáfora, de temblor significante. Sus cuerpos eran cerebros danzantes, igual que los robots son cerebros -artificiales- semovientes. La exposición de Shobana fue una explosión de inteligencia, y no solo por lo que nos enseñó -la inteligencia es eso, la capacidad para establecer relaciones donde antes nadie las había visto: darse cuenta de que la piedra que cae y la luna que no cae son expresiones de un mismo fenómeno; ver cuerpos que se despliegan donde antes solo había plantas en busca del sol-, sino por la forma en que lo hizo: con una naturalidad y una cercanía apabullantes. Su relato, que no le llevó más de cuarenta minutos, fluyó apoyado en una dicción clara y una fenomenal empatía expresiva. Me maravilló esa ausencia de rigidez que se adquiere en las escuelas anglosajonas, ya radiquen en Nottingham o en la India: esa capacidad para formular comprensible y persuasivamente ideas en público, sin aturullarse ni engreírse. Una naturalidad que no solo beneficia al discurso, sino que también envuelve al ponente y al público en una suerte de manto fraternal. No importa entonces, por ejemplo, que Thrish Nanayakkara estuviera a punto de caerse por una ventana falsamente cegada -por fortuna para la robótica mundial, no hubo daños personales, aunque sí mucho ruido-, o que alguien desconectara, con un chispazo imprevisto, el cañón proyector, o que a otro se le cayera un libro al suelo: todo se subsumía en un flujo amable y reparador. Y ese flujo permitía entrar a cualquiera en un mundo desconocido y que muchos habríamos considerado abstruso a priori, demostrando que no hay disciplinas inaccesibles si se nos formulan con pasión y sensibilidad. El despliegue de los cuerpos de Richard y Avatâra era de una gran belleza, pero, sobre plástico, era también comprensible, porque se le superponía -o, más bien, lo vivificaba- la razón compartida de Shobana. Entre el público estaban la penúltima directora del Royal National Theatre, la agregada para asuntos científicos y culturales de la embajada española, Ana Correas, y Álex. Álex, amigo de Avatâra, tiene 87 años, es doctor en ciencías físicas y químicas, y bailarín de ballet. Solo eso habría hecho que descollara entre la audiencia, pero es que el atuendo de Álex hacía que el supuestamente rompedor de los muchos jóvenes que poblaban la sala pareciera propio de un convento de monjas en la Inglaterra victoriana. El cuerpecito minúsculo del anciano portaba sandalias -aunque esto lo disculpo: yo también las llevaba-, pantalones floreados, una chaquetila de moaré fucsia y un fulard vagamente palestino. También llevaba el poco pelo blanco que le quedaba echado para adelante, como los senadores romanos más provectos, en una versión no transversal, sino longitudinal, de Iñaki Anasagasti, y las uñas pintadas: cada una de un color; también las de los pies. En la recepción que la universidad dio luego -las conferencias forman parte de un espléndido programa de actividades, agrupadas bajo el título de Being Human ("Ser humano"), a las que luego sigue un modesto cóctel-, Álex se infló de cacahuetes y aceitunas, para lo que no fue óbice que careciera de dentadura: masticaba con toda la mandíbula, que, barbada, parecía barrer el aire, y luego engullía el bolo resultante con la ayuda de un prolongado lingotazo de vino blanco. La conversación con él no era fácil, y no solo por su compleja masticación, sino porque también está sordo, y había que gritarle en el oído para que nos oyera. Pero nos inspiraba mucha ternura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario