El metro de Londres posee varios récords: es el más antiguo -se inauguró en 1863- y el más caro del mundo: un viaje en la zona 1, la más céntrica (y tiene seis), cuesta más de cinco euros. Pese a ello, sus aglomeraciones son legendarias: cada día lo usan más de tres millones de personas. Sin llegar a los extremos de Tokio, en que unos empujadores, con guantes blancos y paciencia asiática, embuten al personal en los vagones, el metro de Londres ha de habilitar igualmente fórmulas para que todos los que quieren utilizarlo, puedan hacerlo. De entrada, en muchas paradas, en horas punta, hay jefes de estación, vestidos con un chaleco naranja, y armados de señal y silbato, que imparten instrucciones por megafonía y controlan el acceso a los vagones, como en las antiguas estaciones de tren. En ocasiones, incluso, la empresa abre y cierra los accesos a las estaciones, para que la gente entre gradualmente. Más a menudo, sin embargo, los usuarios se autorregulan: es normal ver los andenes llenos de personas que dejan pasar varios trenes hasta que llega uno al que pueden subir sin riesgo de morir por aplastamiento. Por si fuera poco, el metro londinense carece de aire acondicionado, ese invento extraordinario (Woody Allen ha dicho: "Entre Dios y el aire acondicionado, me quedo con el aire acondicionado"; yo también), con lo que, en verano, es lo más cercano al noveno círculo del infierno. En las paredes de los vagones hay carteles que avisan: "Si se encuentra Ud. mal, baje y pida ayuda". Pero el consejo olvida que es imposible bajar, y mucho menos pedir ayuda: no se puede articular palabra (el aire no sale de los pulmones) cuando se está emparedado en un océano de ejecutivos de la City con sus maletines, jugadores de rugby negros que van a entrenar, estudiantes con libros y carpetas, y amas de casa gordas. En este arduo contexto, la cortesía es fundamental; de hecho, cuanto más terribles son las circunstancias, más necesaria resulta. La cortesía es una forma exquisita de la educación, que no consiste sino en reprimir el yo, algo en lo que los ingleses son maestros, y una eficaz vaselina social. Ayer, en el metro, una señorita -falda corta, tacones pronunciados, piel dorada- y yo coincidimos ante un asiento vacío. Yo no tenía intención de ocuparlo -solo viajaba dos estaciones-, pero, por un momento, llevado por el movimiento con el que había subido al vagón, pareció como si no fuera así. La joven se frenó y me preguntó: "Oh, disculpe, ¿desea Ud. sentarse?". Le contesté que no (reprimí, en realidad, el deseo de responderle: "Solo si Ud. se sienta encima de mí"), que muchas gracias, que hiciera el favor de ocupar ella el asiento. Luego, de pie, mientras pasaban aquellas dos estaciones, sentí una gran tristeza: era la primera vez que una joven me cedía el asiento por viejo. Recordé cuando, siendo muy joven aún, un niño, en un autobús de Barcelona, me trató de "usted", también por primera vez. Entonces me sentí alegre y triste al mismo tiempo, y por idéntica razón: por ser consciente de que crecía. (Hoy, esta reacción sería imposible, porque ningún niño trata ya de usted a los mayores). Ayer fui consciente de que el lapso temporal se está cerrando, de que el gran paréntesis de la vida se aproxima a su conclusión, de que aquello que, cuando me trataron de usted, me parecía tan lejano, casi inimaginable, ser viejo, ya ha llegado, como en un sueño. Puede que aún me queden bastantes años, o quizá no. Pero, sean muchos o pocos, la hermosa joven de ayer, tan cortés e inglesa, me hizo ser consciente de que se han de desarrollar en algo aún misterioso, pero sin duda crepuscular, llamado senilidad.
Posdata: Al salir del metro, ya había oscurecido. Caminando a casa, me crucé con alguien, un transeúnte anónimo, uno más de los miles con los que uno se cruza en esta ciudad inacabable. Quizá porque fuera en una calle tranquila, o porque no hubiese nadie más a nuestro alrededor, el hombre me sonrió y me dijo: "Good evening". En una ciudad de siete millones y medio de habitantes, alguien desconocido, por la calle, me había deseado buenas noches. La cortesía alegra los días.
Es verdad, esos primeros síntomas de que "ya no hay vuelta atrás" calan hondo. Yo lo experimenté por primera vez en la cola del pescado, hace ya algún tiempo. Hidalgo Bayal contaba hace poco una escena muy parecida en su blog, también durante un viaje en metro, en Madrid, y la remataba genialmente con el recuerdo de una dolorosa "vejación" en la espera de un semáforo. De todos modos, ya sabemos que el tiempo es algo muy subjetivo y la discrepancia que aún podemos mantener entre nuestra autopercepción y las duras evidencias de los ojos de los demás (o del espejo) nos da algo de cuartelillo.
ResponderEliminarQuerido, Eduardo, si la chica no insistió es que la cosa todavía puede ir a peor. Un abrazo.
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