Mi relación con los pubs es erótica. Y lo es desde mi adolescencia, cuando uno de mis objetivos permanentes -y permanentemente frustrados- era esconderme en ellos, en sus rincones más oscuros, con una chica. En aquella España postfranquista, mugrienta y catolicona, donde meterse en la cama con un representante del otro sexo (y mucho menos con uno del mismo) era, para los jóvenes, una misión casi imposible, los pubs constituían el único refugio de la lujuria, la única forma de experimentar, siquiera sumariamente, los placeres de la carne, aunque para ello hubiera que superar las barreras de unas ropas con muchos cierres, el humo pétreo que irritaba las mucosas (ya notablemente irritadas por otros motivos) y la carestía de las copas. Curiosamente, las chicas con las que me apetecía visitarlos no los llamaban pubs, sino pufs: el pab era, para toda adolescente española de entonces, el paf. Nunca conocí a ninguna que lo pronunciara como se escribía, y no me explicaba por qué. Luego sí lo supe: porque así sonaba la bofetada que me arreaban cuando intentaba experimentar con ellas los placeres de la carne, que se transformaban en los dolores de la carne. Hoy ya no necesito a los pubs para las expansiones del rijo, pero sigo manteniendo con ellos una relación carnal: me excitan, me ponen contento. Y los pubs ingleses son los pubs por antonomasia. Cualquiera que haya visitado las islas los identifica sin dificultad: las fachadas de maderas talladas y cristales esmerilados, los mazos de flores multicolores colgando a la entrada, los parroquianos, dentro y fuera, trasegando ale, los escudos heráldicos y las imágenes nobiliarias, los nombres maravillosos: El león verde, El zorro intrépido, El cuervo y la corona, La duquesa de hierro, El camello huidizo, El molino volador... Están por todas partes: hay unos 60.000 en toda Gran Bretaña. Entrar en un pub supone sumergirse en un paraíso de cerveza: algunos tienen hasta 30 caños, de los que sale de todos los colores, sabores y texturas imaginables. Yo, ignorante de tanta variedad, recurro a lo general, como quien está ya de vuelta de particularidades y menudencias: A lager, please, digo, displicente. Y me sirven la primera con la que se cruzan, que a veces es una San Miguel. Pienso entonces que para ese viaje no hacían falta alforjas, pero me la bebo sin protestar. Pub es una abreviatura de Public House, "casa pública": el lugar donde los vecinos se reúnen para hablar, o, como se dice aquí, para socializarse. Pero la palabra no tiene connotaciones políticas. Los ingleses valoran extremadamente que se les deje en paz, y su privacidad es sagrada e indestructible. Sin embargo, el ser humano necesita comunicarse, y a esa necesidad, por desgracia, todavía no han sabido sobreponerse. Acuden, pues, al pub, como quien va al confesor o al psicólogo. Allí hablan, ríen (poco) y, en general, levantan (un poco) las barreras de su intimidad. En nuestro primer viaje juntos a Inglaterra, Ángeles y yo paramos en uno, en un pueblecito del interior del país. Allí, nuestro vecino de barra advirtió que no éramos ingleses y nos preguntó de dónde veníamos. Ello dio pie a una agradable conversación, que se prolongó un buen rato. Luego tuvimos que marcharnos, pero, algo más tarde, pasamos otra vez por delante del pub. En aquel momento salía nuestro interlocutor. Lo saludamos, alegres, pero él, que estaba montando en una moto, se limitó a devolvernos la mirada: aquel hombre que tan amable había sido entre las paredes de la casa pública, no dijo nada, no sonrió, no hizo ademán alguno de reconocernos; se subió a la burra y se fue. El pub marca un espacio casi teatral: en su interior podemos expandirnos, sí, pero es una convención: fuera de sus fronteras, todo vuelve a su ser: la circunspección y el silencio. El mayor encanto de los pubs, no obstante, es su intemporalidad, o, mejor, su resistencia al tiempo: siguen siendo como eran en el siglo XVI, o en el XIX. Muchos presumen de su antigüedad: established in 1576, se lee a la entrada de uno que hay cerca de mi casa (no es, sin embargo, al que más solemos ir: preferimos The Grosvenor, donde se juega a los dardos y al billar, hay música suave, la moqueta tiene una profundidad de varios centímetros y en el tejado ondea la bandera española, como imparcial homenaje a la campeona mundial de fútbol). Estos, los más provectos suelen ser casitas de paredes encaladas y techos de paja, cuyo único cambio desde su fundación, se diría, ha sido sustituir los toneles de cerveza por modernos frigoríficos. Los pubs ingleses no se han adaptado a los tiempos: no han seguido el camino de las tabernas españolas, reconvertidas, como el país entero, en lugares de diseño, en locales muy guays y postmodernos, sino que han permanecido exactamente iguales a sí mismos, barrocos, extraños, acogedores, llenos de maderas muy pisoteadas y chimeneas que chisporrotean y cuadros con escenas de barcos y partidos de rugby, deliciosamente anacrónicos. En ellos habla y bebe la gente. Aunque eso no quiera decir que se conozcan.
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