Me llegan ecos del pelotazo mediático que ha dado Quimera con su lista de los diez mejores poemarios españoles de los últimos 35 años. Lo celebro, de entrada, por la propia revista, que, habiendo sido un referente imprescindible en el mundo de la literatura española durante décadas, languidecía, hasta hace poco, en un marasmo de debilidades intelectuales -que acentuaban aún más su carácter necesariamente minoritario: era frecuente leer reportajes como "La dramaturgia underground de Belice" o "El cómic rural en la Amazonía peruana"- y negligencia técnica: las erratas amenazaban con devorarla. Un nuevo equipo, con el que me complazco en colaborar, ha sabido dar nuevo impulso a la publicación, y la encuesta sobre la poesía española más reciente, al parecer, ha contribuido a ello. Ha sido, me dicen, una lista polémica. Es lo que tienen las listas: que nos arrancan de la nebulosidad de lo intuido o sospechado, y nos sitúan en algo tan arduo, y tan difícil de aceptar, como una clasificación. En realidad, vivimos rodeados de listas, o, mejor, vivimos en listas: la de la compra, la de la escalera de vecinos, la del escalafón en el trabajo, de la clasificación de nuestro equipo en la liga de fútbol, la de Hacienda, la de los ordenadores obamianos que nos espían, la de las notas que hemos obtenido, la de las cosas que tenemos que hacer, la del currículum (que incluye en nuestro caso, escribidores, la de los libros que hemos publicado), la de espera en el hospital, la de invitados a una fiesta. Conozco a varios buenos amigos y poetas que, invitados a votar en la lista de Quimera, se negaron a hacerlo, aduciendo vagas razones éticas o su incapacidad para determinar algo tan complejo y vasto. Yo más bien creo que sumar la subjetividad de uno a la subjetividad de muchos ayuda a conformar algo parecido a la objetividad, aunque sea una objetividad transitoria, inexacta, sujeta, como todo lo humano, a la fugacidad y el cambio. Así se forma, en definitiva, el canon: no viene inscrito en unas tablas de la ley, sino que contamos cabezas. ¿Quiénes creen hoy, además de Harold Bloom, que Shakespeare ha sido el más grande escritor que ha dado la humanidad? Pues se levanta la mano y contamos. ¿Quiénes opinan que Cervantes es el mejor escritor de siempre en lengua castellana? Pues repetimos la operación, y a ver qué resulta. A lo mejor pasado mañana el escrutinio arroja un resultado diferente. Así sucedió con Góngora, y con William Blake, y con tantos otros, desdeñados durante siglos y rescatados para el aprecio general al cabo del tiempo. Y al revés: muchos prebostes literarios de su época, presentes en todas las clasificaciones, pasaron enseguida al más insondable de los olvidos. Lo cual no significa que las listas no sean útiles, o que no aporten sentido a nuestra confusa vida colectiva: significa, justamente, que revelan, con una turbia claridad, el estado de nuestro ser, que indican cómo sentimos en un momento concreto de nuestra andadura. La de Quimera no es, no ha pretendido ser en ningún momento, una encuesta científica: es, simplemente, una antología consultada. Tengo para mí que esta suerte de relaciones son las que aseguran, con mayor imparcialidad, una visión panorámica certera: no están sometidas al sesgo de quien las hace, sino a los sesgos de todos, que, por ser plurales y a menudo antitéticos, se anulan mutuamente. Y todo esto lo dice quien seguramente no ha sido citado por nadie en la lista en cuestión. Yo aún no he visto la revista, porque en estas tierras de Albión Quimera no se distribuye, y, por lo tanto, no he podido verificarlo, pero estoy casi seguro de que ninguno de mis poemarios aparece mencionado. Eso va con el sueldo, o con el no sueldo de poeta: algunos ocupan siempre, hagan lo que hagan, el centro de la atención; otros, también hagamos lo que hagamos, quedamos siempre fuera de foco: será que lo que hacemos no interesa. Estoy seguro de que eso también les pasará a otros. Es más, creo que lo primero que habrán hecho casi todos los poetas que se hayan asomado a la lista, después de comprobar el top ten, o incluso antes de hacerlo, es leer los votos de todos, a ver si aparecía su nombre. Es un destino bien común no figurar en las clasificaciones, algo que, pasado el alfilerazo de la decepción, puede convertirse en motivo de afirmación, y aun de orgullo. De algún modo hemos de defendernos, íntimamente siquiera. Alguien me dice que ha habido elecciones sonrojantes, como la de una poeta que se ha votado a sí misma. Sin embargo, ¿cuántos no hemos estado tentados de incluir nuestros propios libros en la lista, porque creemos, honradamente, que son de los mejores que se han publicado en España en estas tres últimas décadas (de hecho, en los últimos tres siglos), y no lo hemos hecho tan solo porque el cíngulo de la educación, labrada a martillazos en un colegio de curas, aún nos aprieta más que la vanidad? Habría sido divertido que todos los votantes nos hubiéramos dejado llevar por nuestros más genuinos deseos y hubiésemos colocado diez libros nuestros en las diez casillas que se nos ofrecían: qué gran recuento habría sido ese. De entre todas las reacciones que he podido leer en Internet, hay una que me gustaría comentar aquí: la de Juan Bonilla, aparecida, con el título de "Un país para viejos", en El Mundo.es. Bonilla, que se encuentra estéticamente -al menos, como poeta- muy lejos de la línea prevalente en los diez mejores libros, no impugna el resultado, como hacen los malos perdedores, lo que es de agradecer. Luego critica esa estética prevalente, como no podía ser de otro modo: yo también lo habría hecho si los seleccionados hubieran sido, como a él le habría gustado, Miguel d'Ors, Vicente Gallego o Jon Juaristi. Y, después de señalar algunas otras cosas (por ejemplo, que no hay rastro de poetas andaluces entre los mejores; tampoco de catalanes: ¿dónde quedan Sergio Gaspar, José Ángel Cilleruelo, José María Micó, Ramón Andrés?), escribe: "Con la lista en la memoria, uno entiende al menos una cosa: la escasa, nula repercusión de la poesía española fuera de nuestras fronteras. Y la escasa o nula repercusión de la poesía española en la propia sociedad española. En cuanto a nuestra influencia, ni siquiera alcanza a territorios que hablan lo que nosotros. Cómo íbamos a influir en parte alguna si nuestras mejores voces son préstamos más o menos lejanos o más bien caducos". Curiosamente, yo siempre he pensado lo contrario: que en Hispanoamérica -por poner el lugar del mundo donde más presente debería estar, después de España- se desconoce nuestra poesía, porque ¿quién iba a tener interés en conocerla, habiendo leído a Luis García Montero, a David Rodríguez Moya, a José Luis García Martín? ¿Quién iba a dejarse influir por esta lírica de parvulario, por esta insipidez de música y pensamiento, por esta pequeñez camuflada de oficio, por esta mediocridad helada? ¿Quién puede percibir el legado de Antonio Machado, de Lorca, de Juan Ramón Jiménez, de Cernuda, en estas voces livianamente socialdemócratas, charlatanas en su austeridad, cadavéricas? Mis amigos mexicanos, venezolanos, dominicanos, se asombran de que estas nimiedades hayan conquistado al público español. Ellos mantienen una relación polémica con el lenguaje y, por lo tanto, con la realidad. Los acomodados, en cambio, se sienten a gusto con todo. Acaso eso sea mejor para ellos, pero es, desde luego, mucho peor para el hecho vivo, ardiente, incomprensible, de la poesía.
Querido Eduardo! vas equivocado en un punto: que tus libros no han sido citados... (en plural, repito).
ResponderEliminarAbrazos
Agustín