Oscar
Wilde vivió en Tite Street, una elegante, aunque algo escondida, calle de
Chelsea. Primero en el número 1 y luego en el 16, que hoy es el 34. En esta casa de
ladrillo rojo, estructura sobria y tres pisos, rematados por una breve terraza blanca, cuyas ventanas ostentan airosos dinteles de madera tallada, consta una placa azul que lo recuerda: Wilde, wit
and dramatist -esto es, no
escritor, sino "ingenio y dramaturgo"-, residió ahí. Muy cerca, por
cierto, de donde han vivido muchos otros artistas, como el compositor Peter
Warlock, que se suicidó en el número 12, el pintor americano James Whistler, autor de
la celebérrima La Madre -ese cuadro que míster Bean se empeña en borrar en
una de sus disparatadas películas, y que finalmente convierte en un monigote
atroz-, o Radclyffe Hall, la escritora lesbiana y feminista, autora de El
pozo de la soledad, cuya título
resulta elocuente sobre la situación en la que debía de encontrarse una lesbiana y
feminista en la sociedad inglesa de finales del siglo XIX y principios del XX. No es extraño que algunos lugares de la ciudad atraigan permanentemente a intelectuales y artistas, o que estos vivan incluso en una misma casa: así sucede con el 29 de la luminosa Fitzroy Square, donde residieron Virginia Woolf y George Bernard Shaw. Pasear ante este lugar por el que también paseó Wilde me remite a otros lugares de su vida que también he conocido. En
Dublín hay una estatua del escritor en la plaza Merrion, frente a su casa
natal. Pero no presenta ninguna de las características que solemos asociar con
las estatuas: ni está de pie –Wilde aparece tumbado sobre una roca–, ni ocupa
un lugar central, sino un rincón del parque, ni es opaca, sino multicolor. La
sinuosidad de las formas y los gestos delicuescentes del representado condicen con el
personaje. Así era Wilde, en realidad: glúcido, ondulante, floral; y así es la
literatura decadentista que practicaba: recorrida por meandros e
inflorescencias, oleosa como un letanía, chispeantemente barroca. Es una pena que el
esteticismo haya arruinado una obra que, librada exclusivamente a la inteligencia
de su autor -a su wit-, habría podido ser diamantina, cortante como un escalpelo. De Wilde
nos atrae su figura, rendida al absoluto de la belleza, adoradora del arte,
pero no su arte, pastoso, parsimonioso. Oliverio Girondo escribió que uno de
los recuerdos más maravillosos de su infancia era haber visto a Wilde
paseándose por París con una flor enorme en la solapa, pero nunca cita nada
escrito por él. Y así, me temo, nos sucede a todos hoy. A los que aún sabemos
quién es Wilde, claro.
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