Cualquier visitante de Londres sabe de Camden Town, el barrio -antes municipio independiente: la capital los engulle como una ameba- en el que se encuentra uno de los mercados más extravagantes de la ciudad. Pero, acaso fascinados por sus tiendas inverosímiles y sus multitudes, los turistas desconocen que esconde las catacumbas de Camden, un laberinto de establos subterráneos para los animales de tiro de los antiguos mercados, y, sobre todo, el Regent's Canal, que lo atraviesa y constituye uno de los paseos más agradables de la ciudad. En un sentido, claro -hacia el oeste-, porque hacia el otro está Yonquilandia: un amontonamiento de drogatas, borrachos, mendigos y colgados de todo pelaje, que quizá pinten, para algunos, más aventureros, un paisaje exótico y canalla, pero que a mí me dan mucho miedo. Además, las aguas del canal que atraviesa su territorio son una cloaca: los peces son mutantes y los patos mueren intoxicados. Ayer, antes de visitar el lugar, fuimos a comer a un restaurante japonés. Nosotros no lo sabíamos, pero el sitio, habituado a una clientela de turistas, no solo da comida, sino también espectáculo. O eso creen ellos. Había un maître malayo o indonesio, de una ceremoniosidad empalagosa -a veces pestañeaba tan cerca de mí, y con un fraseo tan untuoso, que creía que se me estaba insinuando-, una camarera probablemente china, que compensaba las melifluas expansiones del maître con una sequedad mandarinesca, y un cocinero malabarista, que trabajaba en la plancha, delante de nosotros, y regalaba a los comensales con una serie de manipulaciones circenses: volteaba en el aire las palas y tenedores; utilizándolos de trampolín, echaba huevos al aire, que le aterrizaban en el gorro; dibujaba en la plancha, con el aceite de cocinar, corazones atravesados por flechas; y, lo más sofisticado, tiraba trozos de tortilla a la boca de los comensales (no a nosotros, que nos apresuramos a declinar la invitación a ser como aquellas ranas de metal antiguas a las que los chicos echábamos monedas, sino a un grupo de muchachas negras con las que compartíamos mesa). Y todo lo remataba con una risotada de satisfacción, que sonaba, je, je, como un breve golpe de maraca. Álvaro y yo teníamos la oculta esperanza de que, en alguna de sus evoluciones, o cuando hiciese el saludo ritual, se inclinara sobre la plancha y se le quedara la frente pegada, como en una de las escenas de La salchicha peleona, una exquisita producción de Hollywood sobre el mundo de las artes marciales. Para nuestra decepción, no fue así. La calidad de la comida, sin embargo, con un pollo y un salmón fresquísimos, compensó nuestras frustraciones. Luego, confiábamos en hacer la digestión con un buen paseo por el barrio, pero pasear por Camden en fin de semana es como correr los sanfermines o remontar la corriente de un río pirenaico: miles de personas se apiñan en las aceras, en las tiendas, en los innumerables puestos de comida, y sus movimientos son como una lluvia de aerolitos. Chocamos unos con otros, nos esquivamos, sin apenas espacio para hacerlo, participamos de una cola gigantesca que se agranda o se empequeñece en función de la estrechez de los pasos. Y uno no acaba de entender que esta desaforada amalgama humana complazca a tantos. Muchas de las fachadas de los comercios de Camden son obras de arte alternativas: calaveras con piercings, tatuajes o tachuelas, botas arcoirisadas, coches y autobuses incrustados en la pared, caballos rampantes, aunque no siempre está clara la relación de la decoración con el contenido del negocio: ¿qué anuncian los caballos? Vemos también el Cyberborg, donde no nos atrevemos a entrar: nos tememos un brote de epilepsia o el germen de un tumor cerebral. En los espacios cubiertos abunda la artesanía hippy, si es que este término sirve todavía para designar algo, y la ropa, aunque se puede encontrar prácticamente de todo: yo me detengo en un puesto de libros, con buenos precios pero poca calidad. Nos cruzamos con vestigios del punk -gente con chupas de cuero pintarrajeadas y pelo en forma de estrella- y con docenas de españoles. Huele a incienso, a pachulí, a maderas lacadas, a especias, a cuero; a veces, los aromas de los perfumes se mezclan con los de las cocinas, y el resultado es un vaho bastardo, un quasimodo de aire, aunque no necesariamente desagradable. Álvaro se compra una camiseta con la imagen de un caballero victoriano, tomada de una foto antigua, pero con la cabeza de un trooper de La guerra de las galaxias, lo que constituye una buena metáfora de Camden Town, y hasta de la civilización moderna. Hoy parece imposible que este lugar, con sus muchedumbres y su ruido, permita que nadie componga aquí otra cosa que rock anarcosatánico, pero, en su tiempo, Camden conservaba algún sosiego y resultaba atractivo para los escritores: Charles Dickens, por ejemplo, vivió en sus calles, al igual que el dramaturgo Alan Bennett. Y Dylan Thomas, el único gran poeta surrealista de la lengua inglesa, cuya última residencia fue una modestísima casa en Delancey Street, que alcanzo a ver, gracias a la placa azul que la identifica, cuando ya cae la tarde, cenicienta, y nos vamos de Camden, en un double-decker atiborrado de españoles.
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