Yo voy a un gimnasio. Se llama The Dolphin, "El delfín", pero no es un reclamo publicitario: no anuncia que sus clientes vayamos a salir de él lustrosos como cetáceos. El nombre es el mismo que el del edificio en el que se encuentra, Dolphin Square, "La plaza del delfín" (porque en sus jardines interiores, en efecto, hay una plaza con una fuente presidida por la estatua de un delfín enorme), aunque nosotros, llenos de rencor, lo hemos rebautizado como "El delfín cuadrado". En el gimnasio me someto a las periódicas sevicias de un monitor de spinning que, en su anterior reencarnación, debió de ser kapo de stalag en Treblinka, y que no estoy seguro de que, en esta, no sea un asesino en serie. Otras veces, nado, si es que encuentro una calle libre en una piscina siempre superpoblada, y si sobrevivo a los choques de cabezas que produce el hecho de que la gente, como los coches, circule por la izquierda. Cuando quiero alguna tranquilidad, recurro a la sala de máquinas, que no es la de un tren ni la de un transatlántico, sino un lugar donde empujo pesas, estiro cuerdas, fatigo mancuernas, pedaleo sin moverme un milímetro de donde estoy, ando sin avanzar, contemplo a señoras con las mallas muy ajustadas y, en general, practico un masoquismo atroz, consistente en hacer, hasta la extenuación, cosas que no conducen a ningún sitio, ni siquiera a que se me rebaje un ápice la barriga que estoy criando, como resultado de mi gusto por la cerveza y los muffins ingleses, y de las horas que dedico a escribir este diario. Pero, haga lo que haga, como es natural, siempre he de pasar luego por el vestuario. En los vestuarios españoles, la libre expresión del cuerpo es norma. La gente se desnuda, claro, pero, en lugar de remediar pronto ese hecho, cambiándose enseguida de ropa, o haciendo con diligencia lo que tenga que hacer, se dedica, a cuerpo gentil, a un entusiasta intercambio social: unos charlan con viveza; otros se meten en la sauna, donde también charlan; otros aprovechan para afeitarse, y conversan con el que se está afeitando al lado. Y eso, sin contar a los abstraídos: a quienes, en los puros cueros, hacen ejercicios en el suelo, o se tumban en las banquetas para adoptar posiciones vagamente yóguicas, o se cuelgan de las barras de las duchas para hacer flexiones. Pero a mí se me hace extraño mantener una conversación con un pene. "¿Qué? ¿Qué vas a hacer este fin de semana?", me pregunta el pene. "Hmmm, pues no sé; tengo trabajo en casa...", le respondo yo, elusivamente. Pero el pene, fornido, insiste: "Pues tendrías que salir un poco. Trabajar tanto no es bueno...". En el vestuario del Dolphin -al menos, en el de hombres; en el de mujeres no he tenido nunca el placer de estar, aunque sospecho que no será muy diferente- las cosas no son así. La gente va a la ducha, y vuelve de ella, con una toalla enrollada a la cintura, y hasta con la ropa interior ya puesta. La gente se cambia, en un rincón, discretamente. La gente se afeita en calzoncillos o pantalones, o, mejor aún, no se afeita. La gente no habla ni se pasea desnuda: la desnudez es un estado íntimo, personal y transitorio que debe guardarse para uno. La desnudez en público es una inconveniencia inevitable por la que hay que pasar lo más deprisa posible. Y a mí me gusta que no me cuelguen penes delante de la cara cuando me estoy poniendo los calcetines, o no agarrar alguno por error, creyéndolo el asa de mi bolsa de deporte. La diferencia quizá se explique por las diferencias de clima: el calor genera una relación distinta con nuestro cuerpo, una voluntad de despojamiento, que no comparten las naciones hiperbóreas. O acaso tenga que ver con la cultura puritana de los ingleses: esa que reprime la expansión y ciñe los comportamientos a su expresión más austera; esa que hace de la intimidad un espacio que nos delimita, que nos define, incluso, como seres, y con el que no cabe transigir.
Eduardo, dime la verdad, ¿estás bien? ¿Qué te han hecho esos sajones de la Gran Bretaña? ¿Qué es eso del gimnasio y el spinning? ¿Qué hace un señor como tú conversando con un pene? ¿Por qué pagar por ese penoso espectáculo de tíos en bolas haciendo como que van en frac? Me cago en la jodida flema inglesa. Me lo hacen a mí y vaya si me convierto en asesino en serie. Por favor, Eduardo, dime algo, temo por ti, amigo.
ResponderEliminarNo te alarmes, querido Elías: resisto, resisto, a pesar del monitor de spinning y esa jodida flema inglesa, como dices tú, que me lleva al mal traer de no saber nunca qué piensan o qué sienten o qué quieren. A mí, de todos modos, ya me va bien que los penes no se dejen ver demasiado.
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