A F. S., poeta inglesa, la conocí en Albania, y eso es algo que no sucede con frecuencia: conocer a alguien en Albania, digo. Ambos habíamos sido invitados al Festival Internacional de Poesía de Durrës, cuando ya había caído el régimen autárquico de Enver Hoxha y los albaneses demostraban una pasión irrefrenable por conocer y participar de lo que estaba sucediendo fuera de sus fronteras. F. se medio enamoriscó de mi compañero de habitación -porque los medios de la organización eran escasos y la mayoría de los poetas teníamos que compartir cuarto-, Esad Babaçic, un poeta de la experiencia esloveno que, no obstante tan deplorable propensión estilística, era amable y divertido; además, ni siquiera le importaba que yo roncase. F. y Esad mantuvieron un contacto intenso, aunque velado por la legendaria discreción inglesa, que se desarrollaba mayormente en mi habitación, y eso me permitió conocer de cerca a F., aunque no tanto como Esad. Ayer volví a verla, invitado a una fiesta en su piso de Londres: celebraba su cumpleaños, y aprovechaba la ocasión para calentar el apartamento, una costumbre consistente en reunir a un grupo de amigos para celebrar que uno se ha establecido bajo un nuevo techo. El calentamiento fue un éxito: en el salón sudábamos todos como pollos. De hecho, pocas veces he tenido ocasión de asistir a un acontecimiento con tanto calor humano: unas veinticinco personas nos embutíamos en un espacio no mayor de quince metros cuadrados. El camarote de los hermanos Marx es la estepa rusa comparado con el piso de F. Además del saloncito-cocina, solo cuenta con una baño, que parece una cápsula espacial, y un escuetísimo dormitorio, donde había un perro. En el comedor, pues, dos docenas de personas teníamos que presentarnos, charlar, alcanzar los platos, servirnos la comida que estaba preparada en un rincón, servirnos la bebida que estaba preparada en otro, salir al baño, volver a entrar, abrir las ventanas -para no asfixiarnos-, dejar los platos sucios y los jerseys que nos sobraban e intercambiar direcciones, y todo ello con una sonrisa muy grande y muy británica, porque nos estábamos divirtiendo una barbaridad. Pero, sí, fue divertido: sobrevivir a una experiencia semejante lo es; y también departir con un compositor griego, con una violinista mexicana, con una profesora de poesía rusa, septuagenaria y pelirroja, que hablaba como aquel personaje de Qué bello es vivir que había nacido en Minsk, con un tratante londinense de antigüedades de vidrio, y con la Sra. Feinstein, madre de Adam Feinstein, a quien había conocido el día anterior. F. estuvo muy en su papel de anfitriona, presentando a unos y a otros. Por fortuna, es muy delgada, y podía hacer algo que a los demás nos estaba vedado: colarse entre los troncos de los invitados y circular por la habitación. F. es una excelente poeta, pero a mí me agrada haberla conocido en dormitorios con las sábanas revueltas y comedores con los invitados revueltos, un poco despeinada, con las gafas algo torcidas, siempre sonriendo.
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